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[escepticos] Regalo para Cibernesto



Ernesto terminaba su mensaje sobre los instintos rechazando algunos
significados modernos que los emplean como "excusas" o pseudojustificaciones
para comportamientos e ideologías irracionales.

> Perdonad el tono, pero es que estas cosas las mezclo mucho con algo que me
> está empezando a fastidiar: la gente ahora tiene menos verguenza al
> confesar su racismo, y cada vez se identifica más el racismo y otras
> canalladas con lo "instintivo". Y, claro, el instinto es más
> "justificable". Y el instinto es romántico: los gitanos bailan muy bien
> porque "lo llevan en la sangre", y los vascos tienen determinado
> "carácter" innato que no comparten con, por ejemplo, los catalanes... Y,
> claro, no vamos a negar "nuestra naturaleza". Y el instinto es más
> "natural". Y ya sabéis: lo natural es "más sano"...

Fíjate el repaso que les da aquí Fernando Savater a los "etnomaníacos":

                  ~ El origen como meta y como mito ~
                     ---------------------------------------
«Mi meta es el origen», escribió Karl Kraus y tal podría ser también el lema
bajo el que va a terminar este siglo, aunque tomado en un sentido que poco
tiene que ver con Kraus. En el terreno religioso y filosófico, pero sobre
todo en el campo de lo político, asistimos a un regreso incontenible de lo
originario o, más bien, a un regreso colectivo hacia lo originario. El
futuro es desconcertante, cuando no francamente amenazador; el presente
decepciona por el escándalo de su corrupta confusión ética y por la
trivialidad de su propuesta estética (¿puede ser otra cosa el presente que
trivial, si sólo el pasado sabe ser prestigioso y sólo en el porvenir hay
esperanza?). De modo que el origen se ofrece como un asidero a partir del
cual se podrá otra vez con firmeza valorar, discriminar y decidir.

Nótese que se apela aquí al origen, no sencillamente al pasado. También el
pasado es discutible y por ende rechazable: el pasado ha fracasado, como
demuestra el presente (oímos repetir, por ejemplo, que el sesentayochismo
permisivo «ha fracasado», el Estado del bienestar «ha fracasado», la
transición política a la española «ha sido un fraude y un fracaso», así como
también han fracasado el socialismo, el liberalismo clásico, el comunismo,
la Ilustración, la modernidad, la ONU, el desarrollo económico, la
descolonización, etcétera).

Queda el origen: el origen es una provincia del pasado, pero indiscutible,
invulnerable, incorruptible. Lo que ocurre es que el vendaval de los tiempos
recientes (hay diversas versiones sobre cuándo comienzan éstos: a partir de
la caída del muro de Berlín, o de la muerte de Franco, o del Concilio
Vaticano II, o del final de la Segunda Guerra Mundial, o desde la
indus-trialización, o desde el Siglo de las Luces, o desde Descartes y su
racionalismo) ha ocultado en sus brumas lo originario. De modo que hay que
rescatarlo, establecerlo de nuevo, revelarlo... Es la tarea de los profetas
del origen, que en cada una de las áreas teóricas o prácticas traen la buena
nueva de que lo nuevo ha dejado de ser bueno.

¿Ventajas de lo originario? Algunas han sido ya apuntadas. Como la doctrina
en boga es que las opiniones se equivalen, que cada cual tiene la suya y
todas deben ser respetadas (es decir, que no hay forma racional de decidir
entre ellas), recurrir al origen es lanzar sobre el tapete el comodín
irrefutable que zanja toda discusión subjetiva porque es previo a la
configuración de las subjetividades. Las opiniones expresan la voluntad de
cada cual pero lo originario es anterior y más profundo que cualquier
voluntarismo. En esta hora presente en que todo es relativo, el origen puede
afirmarse como inapelablemente absoluto. Sobre todo, la excelencia de lo
originario proviene de que escapa a cualquier acuerdo entre hombres
corrientes y molientes, a toda convención. Lo que unos hombres han
acordado, otros lo pueden revocar o poner en tela de juicio: cuanto es
convencional siempre presenta pros y contras, siempre deja parcialmente
insatisfecho a cada uno porque encierra concesiones a los demás.

De aquí, según el antihumanismo heideggeriano, la ineptitud de la razón
discursiva de los individuos para fundamentar valores auténticamente
universales. El origen, en cambio, no está sujeto a debates ni a caprichos,
no admite componendas ni por tanto revocación. Ateniéndose al origen uno
puede autoafirmarse de forma plenamente objetiva, sin intercambiar
explicaciones con la subjetividad del vecino ni admitir sus quejas. Lo
originario no tiene enmienda, pero a partir de ahí puede enmendarse cuanto
se nos opone.

Porque el origen cumple primordialmente una función discriminadora, la de
optar entre unos y otros: aún mejor, legitima a unos para excluir a otros.
El origen es un requisito que algunos tienen frente a quienes no lo poseen,
por defecto de linaje o falta de fe. El origen es una señal distintiva, el
índice de una pertenencia compartida: determinado parentesco nacional o
racial, un agravio fundacional común, la pertenencia a determi-nada Iglesia
que administra la revelación divina contra incrédulos y herejes.

Lo universal no sirve como origen, porque cualquiera lo alcanza y no
funciona como factor de discriminacion. Los derechos humanos, por ejemplo,
son la negación de lo originario, porque dicen provenir del reconocimiento
antidiscriminatorio de la actualidad efectiva de la humanidad en cada
individuo, pasando por alto la peculiaridad de su origen. La humanidad (su
condición racional, lingüística y mortal, etcétera) es también un origen, si
se quiere, pero el origen que minimiza y desarraiga todos los demás, el
origen que solicita el acuerdo convencional y su fragilidad discutible en
lugar de abolirlo. El reconocimiento de cada presencia humana convierte los
valores en formas de trato hacia el futuro en vez de remontarlos hacia el
pasado como dogmas irrenunciables y selectivos.

Según la mitología del origen, los sujetos colectivos son siempre más reales
que los individuales, porque permanecen más fácilmente fieles a su pureza
originaria... pureza que los portavoces ideológicos de tales colectivos se
encargan de redefinir cuando resulta oportuno para que sirva de baremo y a
la vez de mecanismo aunador del grupo. El individuo, en cambio, es siempre
decepcionantemente defectuoso respecto a la norma originaria, impuro,
mestizo y con frecuencia hasta traidor al mito fundacional. En cuanto se
contemplan las sociedades con una perspecúva individualista, los miembros
de cada grupo se parecen sospechosamente a los de cualquier otro en sus
elementos básicos y cultivan peligrosamente una tendencia mimética hacia lo
extranjero.

Paradójicamente, el individuo real se atiene más bien a criterios abstractos
y universales de caracterización, compartiendo con fluidez las necesidades y
caprichos que deberían resultarle más ajenos, mientras que lo concreto
(entendido como diferente y heterogéneo a todo lo demás) se convierte en
patrimonio voluntariosamente irreductible de la comunidad de origen como
tal. De ahí la «vulgaridad» de los individuos en sus pequeños goces privados
y sus diversiones (similitud de las salas de fiesta, héroes del deporte o la
pantalla, programas televisivos, etcétera), mientras que los rituales
festivos o religiosos de las comunidades -quizá en sí mismos ni más ni menos
«triviales» que los otros- gozan del prestigio folclórico de su
inconfundible distinción originaria. ¡Cuántos denuestos debemos oír contra
la grosería mediocre de los concursos televisivos, por entusiastas de
verbenas y romerías tradicionales, cuya no menos patente mediocri-dad
grosera está santificada por un aroma de colectivismo old style!

Apliquemos lo dicho hasta aquí a un caso práctico, que encierra la gravedad
añadida de servir de coartada ideológica a uno de los peores grupos
terroristas que actuan hoy en Europa. En un programa de Informe Semanal de
TVE, con motivo del centenario del Partido Nacionalista Vasco, su presidente
Xabier Arzalluz sostuvo que la razón de ser del nacionalismo vasco es «que
nos dejen ser lo que somos». A primera vista, nos dejen o no nos dejen,
parece dificil que seamos otra cosa que lo que somos. Pero probablemente lo
que entiende Arzalluz por «lo que somos» es «lo que fuimos» o quizá «lo que
somos según nuestro origen».

Claro está, a estas alturas del siglo xx convertir el origen en fundamento
exclusivo y excluyente de una sociedad suena a tiranía, por lo que el recién
acuñado manifiesto del PNV sostiene que «los vascos de los seis territorios
[se incluyen aquí Navarra y las provincias vascofrancesas] constituimos un
mismo pueblo por su origen y por su voluntad». Lo malo es que el origen y la
voluntad no son fácilmente compatibles: el pueblo tiene un solo origen pero
la voluntad es cosa de cada uno de los ciudadanos, a no ser que se la
reduzca a la simple reafirmación ritual del origen (Jean Daniel ha
contrapuesto recientemente las naciones de herencia -del tipo de las
actuales Croacia o Serbia- y las naciones de voluntad, cuyo ejemplo sería la
malhadada Bosnia. Recuérdense también las nociones opuestas de Renan y
Mommsen sobre las entidades nacionales).

Precisamente lo que impone la democracia es la renuncia al privilegio
discriminador del origen para que tenga lugar la participación voluntaria en
la gestión política y en la configuración plural de la unidad colectiva. Y
para comprobar que las voluntades ciudadanas vascas no coinciden ni siquiera
como alucinación colectiva con el origen común no hay más que ver lo que de
hecho se expresa política y culturalmente en los seis territorios. El
nacionalismo hace un meritorio esfuerzo modernizador al incluir la
legitimación por la voluntad junto a la del origen, que es la suya propia,
pero el resultado es como aquella «madera de hierro» que proponían como
ejemplo de contradicción intrínseca los lógicos medievales. Ocurre lo mismo
con otro punto del mismo documento donde se afirma que «la lengua de nuestro
pueblo es el euskera»: la lengua del pueblo, según denominación de origen,
será el euskera, pero los vascos hablamos además castellano y francés...
mayoritariamente.

El citado manifiesto establece noblemente que ningún pueblo tiene mayor
dignidad que otro y rechaza el racismo, la opresión, etcétera. Bien está.
Cada pueblo tiene su origen y por tanto tiene derecho a sentirse pueblo
elegido. Lo alarmante es que los pueblos así concebidos deben permanecer
homogéneos en lo interno y separados en lo exterior: la diversidad de
orígenes absolutos hace que tales pueblos puedan yuxtaponerse pero no
fundirse. Los individuos son capaces de mestizaje, pero los pueblos no: otra
contradicción y no de las pequeñas, como pone espeluznantemente de relieve
el caso de la ex Yugoslavia. Por supuesto, ni en Yugoslavia ni en el País
Vasco se trata de etnias verdaderamente diferentes, por lo que aún es más
absurda y más imposible la recuperación de la pureza originaria. Lo que los
etnomaniacos llaman «etnias originariamente puras» no son más que mestizajes
cuyas claves han sido olvidadas o disfrazadas. El «origen» hay que
reinventarlo constantemente a partir de aquello que en el presente se quiere
excluir o rechazar.

Si el mito del origen se generaliza como meta en la nueva centuria que
estrenamos ¿no tendremos ocasión de echar de menos esa especie amenazada, el
ciudadano moderno, desarraigado y desterritorializado al menos en potencia,
convencional, voluntarista e innovador, más pendiente de la incertidumbre
vidriosa del presente que de la reconstrucción y perpetua conmemoración
fabulosa de lo originario?

De "Perdonen las molestias". Pgs 137 y ss.