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Musica(s) y arte(s) .. de estetica (Era RE: [escepticos] Re: [escepticos] Re: [escepticos] Re: [escepticos] Re: [esc epticos] Re: Otra presentaciÛn...øTOD AS?)



Una modesta proposición:

Antes de que comenceis a tiraros los cedés a la cara, o peor aún, intentar cortar la yugular de nadie con uno de ellos, propongo reconducir vuestro debate al asunto  que subyace, supongo, en lo que plantea María, y que no sólo es aplicable a la música, sino a las artes plásticas, incluso a la literatura. En el fondo, estais hablando de estética, de la existencia o no de cánones o criterios de enjuiciamiento, de la manera en que esos se definen o evolucionan. Al fin y al cabo el dodecafonismo, los monólogos interiores de Joyce, o los ready-mades de Duchamp suponen rupturas análogas en sus referentes campos frente a una estética más bien naturalista (de imitación a la naturaleza en un sentido muy general, me refiero a las plásticas, pero en la música podríamos meter esa "armonía" venida de la eufonía, en literatura acaso también...)

Para un debate escéptico/racional en estos aspectos hay mucha tela que cortar, creo yo... ¿cuánto hay de liturgia? ¿cuánto de moda? ¿cuánto de carga evolutiva o de base fisiológica? ¿es cada vez más necesario un "aprendizaje" para comprender el arte contemporáneo? 

Ahí va mi propuesta, que, he de confesar, como siempre, no es inintencionada... ando estos días en  las fases de preparación de unas jornadas tituladas "el descubrimiento del mundo: las fronteras entre el arte y la ciencia" organizadas al alimón entre el Planetario de Pamplona y la Cátedra Félix Huarte de Estética y Arte Contemporáneo de la Univ. de Navarra, en las que sin duda algunos de estos aspectos caerán durante los debates...

Y, para que no se diga que sólo lanzo la piedra, copio un texto que publiqué hace algo más de un año en una revista en la que colaboro, Art&Co. Creo recordar que se centraba en la plástica (la revista dedica más bien su espacio a este asunto).

Saludos,

Javier Armentia

----ART&Co. Número 6-----
DE LA DELICADEZA DEL GUSTO Y DE LA PASIÓN
Javier Armentia


I. Del título

Quienes han ido leyendo mis reflexiones en diversos lugares, exabruptos a menudo, como los que me permiten amablemente hacer en esta publicación hiperbórea, ya saben que no van a encontrar aquí nada importante: sé demasiado bien de la abundancia de personas con mayores conocimientos, sin duda mayor valía... Pero, por esos azares de la vida, soy yo el que rellena estas páginas. Quiero con ello decir, sobre todo cuando uno va a atacar un tema tan relevante, tan discutido, tan serio, como el Arte, que, sobrepasado por la magnitud de la tarea, pego un salto enorme, me lío la manta a la cabeza, y aprovecho para hacer honor al proverbio aquel que subrayaba lo atrevida que es la ignorancia. 
Bueno, uno se pertrecha para el viaje, y como suele pasar, cae en leer a los mismos que le inspiran cuando tiene inquietudes trascendentes. O sea, que cae en tipos como Hume. El título se lo he quitado a él, que comentaba cómo algunos humanos tienen una cierta "delicadeza de la pasión", que les hace conmoverse ante cualquier cosa, lo que les lleva a menudo a tener temperamentos irascibles o alocados. Y otros cultivan una cierta "delicadeza de gusto", que les incita a maravillarse de lo bello y, decía el, horrorizarse de la deformidad de cualquier tipo. Hume prefería la segunda, que siempre es más moderada. El gusto frente a la pasión, el placer intelectivo frente al orgánico. Yo no lo tengo tan claro... Ya verán.

En cualquier caso, aviso: estas reflexiones que vienen a continuación no pretenden (ni podrían) ser un tratado de Estética. Pero, al fin y al cabo, ¿qué más da?


II. De la naturaleza del arte o el arte de la naturaleza.

No sé dónde leí que el arte, en un concepto general, era todo aquello que nos separa de la naturaleza. Posiblemente en el tomo correspondiente de la polvorienta Espasa a la que acudo a menudo buscando una referencia firme, esa que dan las enciclopedias viejas. Seguro que allí aparecía escrito con mayúsculas: Arte vs. Naturaleza. Entre ambas categorías, se decía, abarcamos todo el universo mundo. Y ya los antiguos filósofos notaron que en cualquier caso las fronteras entre ambos no eran delimitadas, sino difusas. Como postularon eso de que "el Arte imita a la Naturaleza". Y la belleza de algo se valoraría, como hacía Kant, en esa característica de ser un espectáculo de lo natural. ¿No será en el fondo una convención social, más que moral?

Filosofía, desde luego, es decir, Estética; pensamientos sobre el Arte que han ido y viniendo en tomos a veces enormes, y con ello a menudo terribles. Me convencen las reflexiones de George (Jorge al fin y al cabo) Santayana, sobre la imposibilidad de separar los valores estéticos, que definen acaso la calidad artística de algo, de los valores vitales humanos. Que con ello el Arte (sigo con las mayúsculas, ya ven qué petulancia) siempre ha estado ligado, como actividad humana, a motivos a veces prácticos, a veces intelectuales, ideológicos, religiosos o sociales. Lo que no es decir mucho, desde luego. Aunque puede ser relevante pensar como Santayana en la imposibilidad de algo bello pero moralmente malo, o algo bueno que no sea también agradable a la percepción. ¿Es así? 

No sigo por aquí, no podría sin meterme en el terrible berenjenal de lo que plantea la visión clásica del Arte como imitación, una ligadura que de modo aparente quizá se ha ido rompiendo con el tiempo, al conceptualizar la obra de arte en unos casos, al huir de esa belleza platónica con un feísmo que sin duda ha permitido crear toda una nueva visión del arte... En cierto modo hemos ido trasladando ese marchamo de "Arte" del propio objeto a la voluntad de quien lo tiene, lo hace o lo muestra. Más sobre esto, luego. Quizá lo más inteligente fue la sobrada de Wittgenstein, que concluyó que la definición de Arte ni era posible, ni por otro lado era necesaria.


III. Del objeto, del proceso...

Porque de momento quiero pararme en el asunto de que el Arte es realmente los objetos del Arte. O al menos lo ha sido desde siempre: es decir, la materia que los compone, y el conjunto de características de que se ha dotado a esa materia para convertirla en Arte. Empleo deliberadamente el pretérito, porque uno debería plantearse si ahora, especialmente con obras de arte digital, nos encontramos con una materia (el propio equipo informático que se usa para visualizarlo) o realmente hemos llegado a sublimar esa materia artística al convertirla en unos y ceros, esto es, en información ordenada. 

Sin embargo, sabemos que la información sin más no es Arte: sucesiones de unos y ceros indiscernibles a simple vista conforman en mi ordenador el programa de escritura con el que guardo este texto, o el mismo texto, o una imagen que reproduce una Gioconda que me acabo de bajar de la Web del Louvre.

¿Qué toque especial, qué proceso -esto es tecnología- diferencia lo uno de lo otro? En el modo clásico podríamos distinguir entre artes y artesanías. Ahora podemos distinguir entre un software eficiente para llevar la contabilidad y un entorno virtual como los que crea y manipula Águeda Simó. Vuelvo a la sacrosanta Espasa que afirma "el Arte es toda operación regulada, mediante la cual los seres organizados persiguen un fin por ellos conocido, junto con sus reglas y el resultado de la misma". Arte como Operación. Operar por lo tanto sobre la materia (o la información), para un fin, usando reglas. Me desasosiega hoy mi querida enciclopedia de librería de viejo: en esa definición entra esa fideuá que me ha prometido preparar un amigo levantino, casi con tanto acuerdo como un cuaderno semipodrido de Barceló donde el propio tiempo y el azar son agentes de la transmutación artística... Acaso deberíamos replantearnos el papel de la estética. ¿No fue el pintor Barnett Newman quien dijo "la estética es al arte lo que la ornitología a los pájaros"? Con todas las segundas intenciones, supongo... especialmente si uno pudiera preguntarles a los pájaros.

Me he encontrado con que los libros de Estética de este siglo emplean al menos una fracción significativa de espacio (dos, tres capítulos, a veces más) para demostrar a quien se enfrenta a ellos que la disciplina que tratan es una investigación tan empírica como cualquier otra reflexión sobre la naturaleza. O mejor que empírica, tan analítica, técnica o profesional como si aquello fuera un tratado de estructuras metálicas. Quizá porque establecer una teoría que pueda explicar la razón de que la Gioconda y una readymade de Duchamp -o de un todo a 100- compartan muchas más cosas de las que ciertamente, perceptivamente, les separan.

Y esto es un engorro: pasa como con los libros de introducción a la sociología, que se llenan de autojustificaciones de lo relevantes y científicos que son los estudios que se hacen, aunque hasta la página doscientos no logren dar una definición operativa mínimamente aceptable del sujeto de estudio. La comparación es odiosa, pero deliberada: en ambos temas hablamos de cuestiones relativas al quehacer humano, y todos podemos entender que esto es intrínsecamente más complejo que estudiar de dónde vienen los cometas. Pero me he ido a hacer teoría de la teoría, sea metateoría, o sea, pura metafísica, que no era lo que quería. Perdón: corto el párrafo, y cierro parágrafo.


y IV. De la voluntad, de la liturgia, del mercado

Lo que me permite encauzar mi última reflexión, dejando asuntos de definiciones y procesos, hacia el mundo real. Me quedo con la reflexión de Artur Danto de que "un primer paso  [para establecer los componentes de una teoría del Arte] es reconocer que las obras de arte son representaciones, no necesariamente en el sentido clásico del término, sino en uno más extenso de que siempre es legítimo preguntarse ¿sobre qué son?". O sea, de qué va eso, qué propone, qué nos está contando quien lo ha colocado ahí... En el fondo, por lo tanto, estamos refiriéndonos a la voluntad del artista en que "eso" sea una obra de arte: un vaso de agua es así un roble porque alguien consiguió esa extraña transmutación que no es una operación en el mundo físico, sino en el de los conceptos. (Seguro que saben a qué vaso, famoso, me refiero, ¿no?)

Claro que esto nos lleva a preguntarnos sobre si esa operación es lícita, o qué reglas cumplirá para serlo. ¿Sólo la voluntad?
Porque hay una liturgia. El vaso de agua colocado al borde del lavabo que tengo ahora, no es un roble, evidentemente, ni una obra de arte. Otro gallo cantaría si ese vaso está en medio del horno de la Ciudadela, un suponer. Hace unos meses se discutía en un congreso de comunicación de la ciencia el valor de las colecciones en un museo científico, donde uno va a normalmente a ver cosas que en sí no tienen un valor (como sucede en los museos de colección, los clásicos). Se proponía como posible el rescatar el valor de la pieza original, que permite crear en torno a ella todo un discurso, un discurso en este caso científico. Uno de los ponentes, comentó sin embargo, si esa reflexión se vería alterada poniendo una réplica en vez de un original. Porque en el fondo, lo que desaparecía es ese acercamiento no exento de veneración hacia el original por parte del público, esa liturgia que creamos en torno a la pieza a la que le hemos dado un valor. Esto es algo que podemos generalizar en cuanto a las obras artísticas: es decir, no solamente es la voluntad de una persona, sino la voluntad de alguien que llamamos Artista, una voluntad que vamos a tolerar en tanto en cuanto entremos en su juego, en tanto en cuanto valoremos como lícito su proceso. En tanto en cuanto le valoremos a él (o ella). 

Y esa valoración, ¡ay! está mediada una vez más no por valores morales o éticos, sino por convenciones sociales en un mercado que es más zoco que hiper. Lo que nos lleva, vuelvo a intercalar interjección: ¡ay!, a un océano mucho más proceloso que el de la Estética. De verdad, me gustaría poder presentar siquiera un pequeño esquife con el que aventurarnos en él, pero ni siquiera mi atrevimiento (mi ignorancia) me vale. Y menos ahora que he cumplido con creces el espacio que me cedieron. Ya saben, es de muy mal gusto abusar de los amigos.