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Relativismo cultural, amor a los salvajes... [lista SYMPLOKE]



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>Date: Wed, 02 Apr 1997 21:29:50 -0200
>From raticulin
From: Alberto Luque <aluque en pie.xtec.es>
>Subject: Relativismo cultural, amor a los salvajes...
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>
>	Estimados contertulios:
>	A penas iniciada una discusión sobre el concepto de cultura nos enredamos
en diatribas que tienen un tinte sospechosamente visceral. Digo
sospechosamente porque una vehemencia que traspasa a todas luces el
comedimiento de la discusión desapasionada debe de esconder por fuerza
algunas premisas que no saltan fácilmente a la luz. ¿No demuestra ya este
inicio impetuoso de controversia que nosotros mismos estamos sufriendo todo
el peso y las consecuencias más nefandas de lo que la idea de cultura
(objetiva) contiene de mito --que no es lo único que contiene tal idea,
sino lo peor? Creo que sería bueno encauzar nuestras primeras pesquisas a
discriminar con precisión las ideas de cultura objetiva y cultura
subjetiva, al hilo de los distingos que ya Gustavo Bueno nos proporciona en
su libro. (Luego sería también necesario elucidar, no tanto lo que
signifique la cultura desde perspectivas diversas, sino lo que debemos
entender por _mito_). Pero por el momento quiero también contribuir a este
incipiente debate con dos citas relevantes, una de Lévi-Strauss y otra de
Ernest Gellner, que van más abajo.
>	No me sorprendo de que una tesis tan apodíctica como la sostenida por
Felipe sobre la superioridad (intelectual) de Occidente y su inapelable
rechazo del relativismo cultural suscite en otros (Miguel Angel, Juan
Carlos) no tanto un ánimo de corregir un posible error cuanto la sensación
de una ofensa. Admito que las inflexiones de rigidez que adopta el discurso
de Felipe se prestan fácilmente a una reacción más emocional que racional.
Pero Miguel Ángel nos decía que su «sensibilidad intelectual
latinoamericana» (N.B.: apelaba a un tiempo al sentimiento y al intelecto)
había sido herida por las primeras palabras de Felipe, cuando éste aún no
había adoptado ese tono de radical hostilidad hacia el indigenismo.
Insinuaba ya entonces Miguel Angel que el rechazo del relativismo cultural
equivalía a un pensamiento totalitario y dogmático.
>	Para ser franco, diré de entrada que en rigor me alineo con la ente) el
relativismo cultural, y qué es lo que contiene de ideología falaz y
sobrepasa el orden racional. El relativismo cultural es ante todo
salvaguarda contra el prejuicio moralista, y en tal sentido es
indiscutiblemente un logro del racionalismo y el liberalismo ilustrado que
únicamente Occidente ha convertido en ley moral. Tiene un significado muy
similar a la teoría del arte por el arte como rechazo de doctrinas
edificantes y otras servidumbres extraliterarias. Esta actitud escéptica y
democrática la adoptamos frente a nuestras propias tradiciones y reglas con
el fin práctico (político) de sacudirnos todo vestigio de oscurantismo y de
fanatismo cerril. Voltaire nos da un ejemplo todavía insuperable.
>	Hago notar entonces, en primer lugar, que el relativismo cultural
corresponde a una mentalidad inequívoca y genuinamente occidental. No todos
los pueblos han llegado a la conclusión de que son superiores, como afirma
Miguel Ángel. Nuestra propia sociedad ha dado a luz a etnógrafos que
predican a los cuatro vientos la idea de que no hay civilizaciones
«mentalmente» (?) superiores a otras. Algunos basan en este mismo hecho la
superioridad de Occidente, como comenta Lévi-Strauss en el texto que
reproduzco más abajo. Pero esto en realidad es una distinción superficial,
porque lo interesante es, en segundo lugar, que la idea del relativismo
cultural se transforma vulgar y eficazmente en una forma ideológica de
defensa del capitalismo que en el fondo implica una idea contraria. Se
convierte en una faceta más de lo «políticamente correcto», como el
ecologismo, el feminismo o el «respeto a las diferencias» (raciales,
sexuales, «culturales»...). Ante todo, esta fraseología de la tolerancia ha
pasado ya a formar parte del lenguaje de los tiranos, lo que empieza a
inquietar, como es natural, a quienes sinceramente se han implicado en
movimientos antirracistas y otros por el estilo. Sobre todo es importante
destacar que muchísimos intelectuales de todo el mundo se están empezando a
pronunciar contra esa cultura de lo _politically correct_, especie de nueva
fase de puritanismo y farisaísmo que vuelve buenas la moralidad victoriana
y la intolerancia religiosa de los siglos pasados. Lo más siniestro de este
asunto es el hecho de que bajo un lenguaje que explícitamente habla de las
diferencias --en lugar de ocultarlas, como hacía la burguesía antaño--, se
está justificando una práctica de absoluta discriminación. A los negros, a
los salvajes, a los inmigrantes, a los paralíticos... se les exhibe y se
les invita a mostrar democráticamente ante un auditorio exquisitamente
tolerante sus «identidades culturales»; en suma, se les convierte en
bufones y se les obliga a admitir esa adherencia de auténtica inferioridad
como si se tratase de un orgullo nacional o racial. Esta actitud hipócrita
es lo contrario de la idea racionalista de tolerancia. Hablar de respeto a
la diferencia es entonces hablar de las virtudes de la discriminación, y en
muchos casos es incluso inventar discriminaciones allí donde no las había
ni las debía haber, como en el caso de la lengua en Cataluña. No existe
diversidad cultural porque cada individuo es diverso. ¿Con qué derecho
aplaudimos que a un niño marroquí, que ya sabe lo que es comer mierda y
cuyos padres se destrozan el alma trabajando en España para que él no
vuelva al Sahara miserable, se le suba a una tarima para que nos dé una
muestra de su «cultura» entonando cánticos grotescos e incomprensibles o
rezando el corán? ¿Acaso son buenas para los árabes las supercherías
religiosas que no queremos para nosotros mismos? Basta leer cualquier
revista de estudios sociológicos y políticos sobre los países árabes para
cerciorarse de cuán perentoria es en ellos esa morosa lucha por la
secularización que ni siquiera en Europa se ha consumado.
>	La defensa de la «identidad cultural» de un pueblo oprimido --no por otro
sola o necesariamente, sino por su propia tradición-- equivale, insisto, a
la pretensión perversa de anclarlo en su miseria particular. ¿Cómo vamos a
tolerar cualquier cosa de toda «tradición cultural» extranjera cuando no
toleramos lo que en la nuestra nos parece aborrecible? El relativismo
cultural, bien entendido, no implica una carta blanca a la justificación
«funcional» de cualquier abyección, de las crueldades y las ignorancias,
sean de la cultura que sean. ¿Habéis visto quizá _Las montañas de la luna_,
la película de Bob Rafelson que narra la historia del descubrimiento de las
fuentes del Nilo por Richard Burton? Es una película que fue menospreciada
por la crítica absurdamente hipercrítica sólo porque no exhibía un vulgar
tratamiento freudista de los asuntos psicológicos --una crítica que se
lamentaría de que Esquilo no fuese freudiano. En ella hay unas escenas de
verdadero patetismo humanista, donde un amigo negro de Burton es asesinado
por el depravado capricho de un rey deforme y perverso (cojo y jorobado
como un auténtico dios primitivo). El etnógrafo que era capaz de admitir
sin recriminaciones la moralina victoriana de sus suegros, así como no
discutía obtusamente el hecho de que las costumbres de otros pueblos fuesen
diferentes a las europeas, no puede dejar de acusar a aquellos salvajes
malvados su crueldad inhumana. Pero no sólo el etnógrafo europeo tenía esos
sentimientos; tales sentimientos eran compartidos por aquellos mismos
salvajes a quienes oprimía una casta de tiranos-brujos. Sobre esto habló
penetrantemente Lévi-Strauss en una obra intensa y profunda donde las haya,
_Tristes trópicos_. Extraigo unos breves pasajes:
>
>	«Ninguna sociedad es perfecta. (...)
>	»Sociedades que nos parecen feroces desde ciertos puntos de vista pueden
ser humanas y benevolentes cuando se las encara desde otro aspecto. (...)
>	»Se dice a veces que la sociedad occidental es la única que ha producido
etnógrafos; que en esto consistiría su grandeza y, a falta de las otras
superioridades que éstos le recusan, es la única que los obliga a
inclinarse ante ella, ya que sin ella no existirían. De la misma manera
podría pretenderse lo contrario: si el Occidente ha producido etnógrafos,
es porque un muy poderoso remordimiento debía de atormentarlo, obligándolo
a confrontar su imagen con la de sociedades diferentes, con la esperanza de
que reflejaran las mismas taras o de que la ayudaran a explicar cómo las
suyas se desarrollaron en su seno. Pero, aunque sea cierto que la
comparación de nuestra sociedad con todas las demás, contemporáneas o
desaparecidas, provoca el hundimiento de sus bases, otras sufrirán la misma
suerte. Esta media general que evocábamos hace un momento hace resurgir
algunos logros: y resulta que nos contamos entre ellos, no por casualidad,
pues si no hubiéramos participado en este triste concurso y si no
hubiéramos merecido el primer lugar la etnografía no habría aparecido entre
nosotros: no habríamos sentido su necesidad. El etnógrafo no puede
desinteresarse de su civilización y desolidarizarse de sus faldas por
cuanto su existencia misma sólo es comprensible como una tentativa de
rescate: él es el símbolo de la expiación. Pero otras sociedades han
participado del mismo pecado original; no muy numerosas, sin duda, y tanto
menos frecuentes cuanto más descendemos en la escala del progreso. Será
suficiente con citar a los aztecas, llaga abierta en el flanco del
americanismo, a quienes una obsesión maníaca por la sangre y la tortura (en
verdad universal, pero patente entre ellos en esa _forma excesiva_ que la
comparación permite definir) --por más explicable que sea por la necesidad
de domeñar la muerte-- ubica junto a nosotros no sólo como los únicos
inicuos, sino por haberlo sido, según nuestro modo de ver, _desmesuradamente_.
>	»Sin embargo, esta condena de nosotros mismos, infligida por nosotros
mismos, no implica que otorguemos un valor excepcional a tal o cual
sociedad presente o pasada, localizada en un punto determinado del tiempo y
del espacio. Allí estaría la verdadera injusticia; pues procediendo de esa
manera ignoraríamos que, si formáramos parte de ella, esa sociedad nos
parecería intolerable: la condenaríamos por las mismas razones que
condenamos a la nuestra. ¿Llegaremos, por lo a desmontado por la
antropología estructural. Recuerdo un pasaje de _Alma primitiva_ de
Levy-Bruhl en el que éste narra cómo un nativo africano explicaba a cierto
etnógrafo una inverosímil historia según la cual los hombres de su tribu
eran hermanos o primos de los cocodrilos, cómo se transformaban en
cocodrilos y cómo se socorrían mutuamente estos temibles animales y sus
paisanos. Al acabar la historia, el negro añadió un comentario de
escepticismo campechano, algo así como: «Pero, ¿quién sabe si todo esto es
verdad?» Lo que me llamaba la atención era la conclusión forzadísima que
sacaba Levy-Bruhl. Ante el «sorprendente» escepticismo del salvaje,
Levy-Bruhl conjeturaba que quizá lo decía para congraciarse con el
etnógrafo, del que habría notado seguramente su incredulidad. Pero bueno,
el sólo hecho de que el negro notase esa incredulidad, el solo hecho de que
le cupiese en la cabeza que para alguien esas historias míticas eran un
puro cuento, muestra que comprendía la posición escéptica; por mi parte,
está claro que él mismo no se creía el cuento. ¿Por qué nos resistimos a
admitir que un primitivo pueda razonar con el mismo grado de realismo y de
coherencia lógica que nosotros, aun cuando nos lo demuestre
fehacientemente? Sospecharéis ya a dónde conducen estas reflexiones, ni más
ni menos que a la admisión de caracteres humanos universales e
irreducibles, de contenido fundamentalmente ético, los cuales son también
--y principalmente-- incorporados por la cultura (subjetiva) moderna
occidental: un sentido universal de lo justo, de lo cruel, de lo afable,
etcétera. Los ejemplos que nos proporciona la etnografía son inacabables.
(Un libro hermoso cuya lectura recomiendo: _El lenguaje perdido_, de Jean
Duvignaud, que explica el contacto con los salvajes de Nueva Caledonia de
los comuneros parisinos deportados con sus familias tras la represión).
>	Pensemos seriamente en las palabras de Lévi-Strauss: ninguna sociedad es
perfecta. No es cosa baladí. Por ejemplo, ya que Felipe lo ha recordado
como muestra de la superioridad o excelencia moral de nuestra cultura,
Bartolomé de las Casas quedará ciertamente para siempre en el registro de
la historia de la conquista como un adalid de lo que anacrónicamente
podemos llamar los derechos humanos. Pero no nos ceguemos en nuestro
entusiasmo idealista: aunque frente a Fray Luis de Sepúlveda y frente a la
Corona defendió que los salvajes americanos tenían alma, y que la tenían
mejor y más limpia que los europeos, en cambio admitió que los negros
africanos no la tenían y aprobó su esclavitud.
>	Para no hacerme prolijo --innecesariamente, pues este debate recién
comenzado da para largo--, vaya la segunda de las citas que os anunciaba.
Ernest Gellner, en _Cultura, identidad y política_, analizó penetrantemente
muchos conflictos filosóficos de nuestra cultura y las fricciones de los
nacionalismos en alza. En particular, refirió _in abstracto_ dos formas de
intentar solucionar el problema de la rivalidad o incompatibilidad o
inconmensurabilidad entre las visiones del mundo de culturas diferentes:
mediante el exilio cósmico (perífrasis tomada de Quine), de resabios
cartesianos, y mediante la evaluación de la excelencia moral de los
contendientes. La pugna recién provocada por los comentarios de Felipe y de
Miguel Angel contiene lo esencial de la segunda --aunque la posición de
Felipe remite a la primera. Os cito lo que Gellner decía al respecto de las
debilidades de la segunda, tras analizar las debilidades de la primera:
>	«La argumentación en este caso es aproximadamente ésta: en el mundo
abundan visiones rivales e incompatibles, cada una de las cuales posee sus
propios criterios internos de validación que confirman y fortalecen a sus
sustentadores en tanto que condenan y combaten a sus rivales. A veces, sin
duda existen superposiciones parciales que permiten que el debate o el
diálogo se desarrolle con cierta apariencia de razón al apelar a un fondo
común compartido.
>	»Pero el caos, la aprobación de lo interno y la condenación de lo externo
no son completos. Si investigamos la estructura de la rivalidad y de la
sucesión, precisamente comprobamos una configuración y un orden. Por otro
lado, algunos de esos mundos rivales son sustentados por comunidades mucho
más atractivas que otras. Por sus frutos los conoceréis, ¿no constituye la
santidad del portador un indicio de la excelencia del mensaje transmitido?
Además, la coincidencia de criterios, que en ocasiones nos permite juzgar
mundos vecinos en el tiempo o el espacio valiéndonos de normas que ambas
partes aceptan en alguna medida, esa coincidencia, pues, es ella misma
parte de una serie, de una gran configuración que presenta otras
coincidencias o superposiciones parciales. Para dar un ejemplo a menudo
invocado, digamos que diversos mundos morales comparten a veces la misma
evaluación de un género de conducta y difieren sólo en cuanto a la clase de
personas a quienes se aplica la obligación o la prohibición. Comunidades
vecinas pueden compartir los mismos principios y esto da a una la capacidad
de juzgar a la otra . [¿No ocurre exactamente eso, en España, entre gitanos
y castellanos?, A.L.]
>	»Una crítica formulada contra el exilio cósmico no insiste tanto sobre la
imposibilidad de llevar a cabo tal ejercicio, sino que se contenta con
señalar que si se lo ejecuta no nos llevará a ninguna parte. Los datos
puros no constituyen un mundo y no sólo no generan un mundo sino que ni
siquiera eliminan los otros mundos rivales. Esto nos lo asegura la general
"subdeterminación de las teorías por los hechos", como suele decirse.
Cuando se pretende hacer obrar al árbitro neutral y ajeno se percibe que
éste es demasiado endeble para formular un juicio. Los exiguos datos de que
dispone no permiten decisiones o elecciones teóricas ni morales ni de otro
tipo. A ese árbitro le faltan las pruebas para determinar cuál de los
litigantes tiene razón. Como juez cósmico, el visitante recién llegado del
eterior resulta inadecuado y defectuoso.
>	»Las debilidades del método de estimar por la excelencia moral son
igualmente claras. Si el exilio cósmico presuponía un ejercicio heroico que
bien pudiera estar más allá de nuestras facultades, este método recomienda
una operación que es perfectamente factible... pero ¡ay! puerilmente
circular. Por supuesto, es posible evaluar mundos rivales atendiendo al
mérito... si uno se ha forjado ya un mundo, es decir, el mundo propio de
uno, un mundo completo con sus propios valores y criterios de evaluación en
virtud de los cuales puede uno complacerse y asignar graciosamente notas de
buena conducta a otros mundos rivales vistos a través del propio prisma de
uno. ¡Cómo puede sorprender si esta curiosa, si no cósmica, empresa termina
dándole a uno mismo las palmas! La variante más sutil de esta
argumentación, que invoca la configuración de las diferencias entre varias
visiones, no es menos circular, aunque su circularidad está ligeramente
mejor camuflada. Si nuestro valor es, por ejemplo, la universalidad o la no
discriminación, no hay duda de que podemos disponer los sistemas de valores
históricamente existentes según se acerquen más o menos a ese ideal.
Entonces puede uno luego, si así lo desea, pretender que el ideal de algún
modo emana de la configuración histórica o sociológica. Pero, desde luego,
la verdad es muy otra: dicha configuración fue generada midiendo sociedades
según el ideal tácitamente (o abiertamente) supuesto.
>	»Ejemplos reales de este modo de razonar son ciertamente complejos. La
configuración de las diferencias se obtiene no meramente por la proximidad
al ideal, sino también por el momento en que se sitúa dentro del proceso
histórico la sociedad en cuestión. Si una parte de la teoría afirma que
existe una fuerza que tiende a mejorar la excelencia en la historia y si
las sociedades y sus visiones son  mejores cuanto más tardíamente aparecen,
entonces la fecha misma de una visión constituye también un indicio de su
excelencia. Digámoslo una vez más, esta teoría parece especialmente débil
y, como es notorio, está sujeta a la acusación de rendir culto al
triunfador, de admitir ese tipo de "veredicto de la historia", diga éste lo
que dijere. En la práctica, teorías de este tipo derivan su carácter
derivan su carácter plausible de la urdimbre de una serie de argumentos que
se apoyan unos a otros según de donde procede la crítica. ¿Dice usted que
rendimos culto a la fuerza y que convertimos la fuerza en un derecho? De
ninguna manera, la historia se venera sólo en la medida en que es
_racional_, en la medida en que en ella cobra cuerpo la razón. Muy bien,
¿poseen ustedes entonces criterios de racionalidad que son transhistóricos,
transociales? ¿Tienen ustedes acceso a información  moral o a otra clase de
información que trascienda los límites de esta o aquella visión histórica
concreta encarnada en una sociedad real y que les dé a ustedes criterios
_independientes_ de racionalidad? Pero no, de ninguna manera; ¿acaso nos
toma usted por ingenuos utópicos, por hombres que creen que pueden dividir
la sociedad en dos mitades, una de las cuales reprende y guía a la otra
como un maestro de escuela cósmico? No, no; nuestros valores proceden de la
realidad histórica, no son impuestos a esa realidad...
>	»Y así nos quedamos dando vueltas alrededor del mismo árbol.»
>	Posiblemente este discurso sea muy del agrado de Juan Carlos. No os privo
de la pragmática conclusión provisional de Gellner en este punto:
>	«Antes de descartar estas dos estrategias a causa de su impropiedad,
debemos recordar que no tenemos otras y que las tareas que ellas se
esfuerzan en cumplir no pueden eludirse, de manera que lo mejor será que
hagamos uso de las herramientas que poseemos, por defectuosas que sean.»
>	Sólo una cosa importante es soslayada o no muy seriamente tenida en
cuenta por Gellner, y es el hecho subrayado por Lévi-Strauss de que muy al
margen y aun a contracorriente de cualquier despótico y pragmático
«veredicto de la historia», los hombres críticos de cualquier sociedad y
época pueden impugnar racionalmente cualquier despropósito --de nuevo
retornamos a la perspectiva del exilio cósmico, ¿no?
>	Un saludo a todos,
>		Alberto Luque.
>
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