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Enigmas en soledad e hipotesis escepticas. Dos historias.



        
HISTORIA NUMERO UNO:

Un hombre honrado, rondando los cincuenta, en un pequenho pueblo costero del
norte de Galicia. Su trabajo, vigilante nocturno en una cantera. Entre la
cantera y su casa, el cementerio del pueblo.

Una noche, a eso de las cuatro de la madrugada, el hombre llegó a su casa
corriendo, presa de un profundo terror. No dijo nada, no conto nada. Al dia
siguiente fue a la cantera a dimitir del trabajo del que comía desde hacia
años. No dio ninguna explicacion. Poco despues, se fue del pueblo para no
volver nunca mas. Cuando su familia y amigos le preguntaban el por qué de
esos cambios tan duros, sólo respondía: "No me preguntéis. Debe ser así, y
así será".

Tan solo una persona consiguio saber la verdad, al cabo de los años. El buen
hombre, nuevamente con visibles muestras de terror y con las lágrimas
resbalando por sus mejillas, confesó ante un investigador el acontecimiento
que hizo cambiar su vida de modo tan drástico:

Aquella noche, hacia las doce, había abandonado la cantera para, sin que
nadie lo supiese, ir a su casa a echar un sueñecito. No era la primera vez
que lo hacía; no venía mal ese pequeño descanso. Luego, a eso de las cuatro,
volvía a la cantera, y allí lo encontraban los más madrugadores a las seis
de la mañana. 

Aquel día había habido una muerte en el pueblo: un amigo suyo, como de
tantos otros. Había sido enterrado por la tarde. Cuando a las cuatro de la
mañana nuestro hombre pasó por delante del cementerio, se acordó de su amigo
recién enterrado y, entre susurros, lo invocó: "¡Ay, Manoliño, buenas
noches!". Y en ese instante, con un sonido metálico sobrenatural, se abrió
la verja del cementerio y su amigo, con un tamaño enorme y vestido con una
túnica negra, apareció y educadamente, pero con voz de ultratumba, le
contestó: "Buenas noches". 

Presa del pánico, el hombre quedó paralizado. Sólo pudo mirar fijamente a la
aparición, y, mientras daba pequeños pasos hacia atrás, santiguarse una y
otra vez mientras rezaba: "¡Animas benditas do purgatorio! ¡Animas benditas
do purgatorio!". Al cabo de unos segundos sintió como si le liberasen el
cuerpo. Dio media vuelta y, corriendo a todo correr, se refugió en su casa. 

Luego pasó lo que ya sabéis.

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HISTORIA NUMERO DOS.

Hace poco, estaba yo hablando con un mando de la Guardia Civil, y aproveché
la circunstancia para preguntarle si dicho cuerpo tenía asesores para el
fraude esotérico. El Jefe lanzó una carcajada militarizada y me preguntó:
"¿Andas de coña?". Luego, la conversación derivó en multitud de anécdotas de
ovnis, espíritus y similares. Una de ellas, contada por él con palabras más
o menos como las que siguen, fue la siguiente:

Hace muchos años tuve que ir, dirigiendo un grupo, a un pueblecito costero
del norte de Galicia, a cazar a un contrabandista de tabaco. Lo íbamos
siguiendo, pero nos despistó al atravesar las montañas que rodeaban el valle
en el que se asienta el pueblecito. Sabíamos que nuestro hombre estaba en el
pueblo o en sus alrededores, y que tenía que sacar el alijo: no tenía
salida, había entrado en la ratonera. Nos armamos, pues, de paciencia,
apostamos los cuatro coches, con una pareja en cada uno, en puntos
estratégicos dominando el valle, y nos dispusimos a esperar el tiempo que
hiciese falta hasta que la presa diese un paso en falso. 

Las circunstancias de ese tipo de vigilancia son duras: siempre tiene que
estar una persona dentro del coche, alerta y en constante vigilancia. Se
duerme por turnos en el asiento de atrás, y se come frío, fiambres y latas
de conserva. Como además fumas un montón por el aburrimiento, acabas hecho
una mierda. Nada de descanso en cama, de cafés, de mínima diversión. Tan
sólo las cortas charlas con los compañeros de los otros coches mediante los
radiotransmisores te distraen un poco de la obsesiva quietud.

Un día sucedió algo diferente: un entierro por la tarde. Al menos era algo
que rompía la monotonía.

Esa noche, cerca de las cuatro de la mañana, los compañeros de uno de los
coches me advierten por radio de que ven luces en el cementerio. Ejerzo el
mando: "Venga, iros para allí, y saltad la tapia por la parte de atrás. No
encendáis linternas ni abráis la puerta, a fin de caer por sorpresa: a lo
mejor hay suerte y os encontráis con nuestro hombre". Un rato de silencio, y
una nueva llamada: "Estamos en el cementerio. Aquí no hay nadie. Las luces
son de unas velas que dejaron durante el entierro de esta tarde". Les doy
orden de que abandonen el cementerio, nuevamente por la parte de atrás y
saltando la tapia para no descubrir nuestra existencia, y de que se vuelvan
al coche. En ese momento, recibo una nueva llamada de los compañeros de uno
de los otros coches, que dominaba la carretera de bajada al cementerio desde
el otro lado: "Atención. Un individuo baja caminando hacia el cementerio".
Les ordeno no perderlo de vista, e informar de cualquier novedad.

Unos minutos más tarde, me llaman nuevamente: "El individuo que bajaba
caminando hacia el cementerio acaba de subir en sentido contrario. Corría
como alma a la que lleva el diablo". Inmediatamente llamo al otro coche, a
los compañeros que habían bajado al cementerio, para que me cuenten lo
sucedido, si es que había sucedido algo. Del otro lado de la línea sólo oigo
carcajadas entrecortadas; tan sólo pudieron articular: "No pasa nada, jefe.
Luego le contamos".

Y contaron. Los dos guardias bajaron al cementerio, a oscuras como se les
había ordenado, y sigilosamente se dirigieron a la parte trasera de la
tapia. Para subirla tuvieron que adentrarse en una densa silveira (zarzal),
con considerables dificultades y no pocos arañazos. Una vez dentro del
cementerio, al recibir la orden de regresar por el mismo camino, pensaron:
"Y un huevo. Si nos tiramos de la tapia en medio de la silveira, nos
descalabramos seguro. Además, aquí no hay nadie; salgamos por la puerta como
los señores, que el jefe ni se entera". Así lo hicieron. El que iba delante
era un guardia de casi dos metros de alto, buen fumador y buen bebedor.
Abrió la verja, que gimió con un chirrido de película de terror. Al darse la
vuelta para bajar los escalones que lo separaban de la carretera, se
encontró de frente con un paisano que, desde abajo, lo miraba con cara de
alucinado. "¿Y qué hiciste?", le pregunté. Y aquél guardia enorme, con su
tricornio, su capote y su voz aguardentosa, todavía más profunda después de
cuatro días de encierro en el coche fumando sin descanso, me dijo "Hostia,
¿Y qué iba a hacer? La verdad es que al ver al tipo me quedé pasmado, y sólo
se me ocurrió decirle 'Buenas noches'. ¡Nunca tal cosa hiciera! El fulano
empezó a recular diciendo no sé qué coño de las ánimas, venga a santiguarse
y a mentar a las ánimas, luego se dio la vuelta y salió pitando carretera
arriba... Joder, los zuecos que llevaba eran de palo, ¡pero salían chispas!".

  
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Nota: lo único de mi cosecha es la escena en la que el paisano en cuestión
confiesa su experiencia al investigador. Todo lo otro me fue relatado tal
como os lo he contado. Claro que eran otros tiempos, y las fuerzas del orden
no necesitaban asesores esotéricos. Con dar hostias llegaba. 

Con asesores y todo, me quedo con los tiempos actuales...

Lo que no sé es si llegaron a pillar al contrabandista.

Saludos

JM


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