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[escepticos] PES y MC: Bohm y Feyerabend
Querido Luis Carlos:
Te felicito por la cita.
Veamos si Diana tiene en verdad ganas de polemizar, bien para aprender,
bien para enseñar.
Si lees mi larga contestación a propósito de Feyerabend, y lo unes a los
incisivos comentarios de Leon lederman ( un físico con un sentido del humor
del que dicen "judio"; no llega a "grouchiano" ) q ue tu has puesto sobre
la mesa, pues podemos entretenernos y discutir sobre ellos.
De D.Bohm, su vida, sus libros, sus teorías y sus creencias hay mucha
bibliografía disponible, de manera que también se puede abordar el
pensamiento de otro de los héroes de Diana.
Saludos
Fernando
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De: Luis Carlos <lcarlos en lix.intercom.es>
A: escepticos en CCDIS.dis.ulpgc.es
Asunto: RE: [escepticos] PES y MC
Fecha: martes 16 de septiembre de 1997 15:41
Diana:......................................................................
...........................
> La mente debe poseer detectores naturales de ondas de De Broglie a
> nivel molecular cuantico, la introduccion de este tipo de informacion
> cuantica directa en la conciencia ,a menudo aparece como paranormal.
> Determinados estados alterados de la conciencia permite la captacion
> de informacion cuantica directa. De la misma forma que capta el
> "psiquico" puede tranmitir.
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Hola Diana:
Espero que no te dejes amedrentar por algunos colisteros y permanezcas en
la lista.
Con respecto a tu mensaje relacionando mecánica cuántica y percepción
extrasensorial, transcribo a continuación la opinión de un físico: Leon
Lederman, premio nobel de física en 1988 y director durante 10 años del
Fermilab de Chicago. Por cierto, lo he machacado de su libro "La Partícula
Divina". Espero que te guste (y a los demás tambien):
En los últimos años ha habido una lluvia de libros -The Tao of Physics es
otro ejemplo- que intentan explicar la física moderna a partir de la
religión oriental y del misticismo. Los autores son capaces de concluir
extasiadamente que todos somos parte del cosmos y que el cosmos es parte de
nosotros. ¡Todos somos uno! (Pero, inexplicablemente, American Express nos
pasa las facturas por separado.) Lo que me preocupaba era que un senador
pudiese sacar algunas ideas alarmantes de esos libros justo antes de que
tuviese lugar una votación relativa a una máquina de ocho mil millones de
dólares o más que se pondría en manos de los físicos. Por supuesto,
Johnston está instruido científicamente y conoce a muchos científicos.
Esos libros se inspiran por lo normal en la teoría cuántica y en lo que hay
en ella de inherentemente fantasmagórico. Uno de los libros, del que no
diremos el título, presenta unas sobrias explicaciones de las relaciones de
incertidumbre de Heisenberg, del experimento mental de
Einstein-Podolski-Rosen y del teorema de Bell, y a continuación se lanza a
una arrobada discusión de los viajes de LSD, los poltergeists y un ente
muerto hace mucho, Seth, que comunicaba sus ideas por medio de la voz y la
mano escritora de un ama de casa de Elmira, Nueva York. Es evidente que una
de las premisas de ese libro, y de muchos otros por el estilo, es que la
teoría cuántica es fantasmagórica, así que ¿por qué no aceptar otras
materias extrañas también como hechos científicos?
Por lo general, uno no se preocuparía de libros así si se los encontrase en
las secciones de religión, fenómenos paranormales o poltergeist de las
librerías. Por desgracia, están puestos a menudo en la categoría de
ciencia, probablemente porque se usan en sus títulos palabras como
«cuántico» y «física». Una parte excesiva de lo que el público lector sabe
de física lo sabe por haber leído esos libros. Cojamos sólo dos de ellos,
los más prominentes: The Tao ofPhysics y The Dance Wit Li Masters, ambos
publicados en los años setenta. Para ser justos, Tao, de Fritjof Capra, que
tiene un doctorado por la Universidad de Viena, y Wu Li, de Gary Zu-kav,
que es un escritor, han introducido a mucha gente en la física, lo que es
bueno. Y lo cierto es que nada malo hay en encontrar paralelismos entre la
nueva física cuántica y el hinduismo, el budismo, el taoísmo, el Zen o,
tanto da, la cocina de Hunan. Capra y Zukav han hecho además muchas cosas
bien. En ambos libros no faltan buenas páginas de física, lo que les da una
sensación de credibilidad. Por desgracia, los autores saltan de conceptos
científicos sólidos, bien probados, a conceptos ajenos a la física y hacia
los cuales el puente lógico apenas si se tiene en pie o no existe.
En Wu Li, por ejemplo, Zukav hace un trabajo excelente al explicar el
famoso experimento de la rendija doble de Thomas Young. Pero su análisis de
los resultados es bastante peculiar. Como ya se ha comentado, salen
patrones diferentes de fotones (o electrones) según haya una o dos rendijas
abiertas, así que una experimentadora podría preguntarse: «¿Cómo sabe la
partícula cuántas rendijas están abiertas?». Esta es, claro, una forma
caprichosa de expresar un problema de mecanismos. El principio de
incertidumbre de Heisenberg, noción que es la base de la teoría cuántica,
dice que no se puede determinar por qué rendija se cuela la partícula sin
destruir el experimento. Según el curioso pero eficaz rigor de la teoría
cuántica, esas preguntas no son pertinentes.
Pero Zukav extrae un mensaje diferente del experimento de la rendija doble:
la partícula sabe si hay una rendija o dos abiertas. ¡Los fotones son
inteligentes! Esperad, es todavía mejor. «Apenas si nos queda otra salida;
hemos de reconocer -escribe Zukav~ que los fotones, que son energía,
parecen procesar información y actuar en consecuencia, y, por lo tanto, por
extraño que parezca, da la impresión de que son orgánicos.» Es divertido,
puede que filosófico, pero nos hemos apartado de la ciencia.
Paradójicamente, Zukav está dispuesto a atribuirles conciencia a los
fotones, pero se niega a aceptar la existencia de los átomos Escribe: «Los
átomos nunca fueron en absoluto cosas 'reales". Los átomos son entes
hipotéticos construidos para que las observaciones experimentales sean
inteligibles. Nadie, ni una sola persona ha visto jamás un átomo». Ahí sale
otra vez la señora del público que nos quiere poner en apuros con la
pregunta: «¿Ha visto usted alguna vez un átomo?». En favor de la señora,
hay que decir que estaba dispuesta a escuchar la respuesta. Zukav ya la ha
respondido, con un no. Incluso literalmente está hoy fuera de lugar. Desde
que se publicó su libro, son muchos los que han visto átomos gracias al
microscopio de barrido por efecto túnel, que toma bellas imágenes de estos
pequeños chismes.
En cuanto a Capra, es mucho más inteligente y juega a dos barajas en sus
apuestas y con su lenguaje, pero, en lo esencial, tampoco es creyente.
Insiste en que «la simple imagen mecanicista de los ladrillos con que se
construyen las cosas» debería abandonarse. A partir de una descripción
razonable de la mecánica cuántica, construye unas elaboradas ampliaciones
de la misma carentes de la menor comprensión de la delicadeza con que se
entrelazan el experimento y la teoría y hasta qué punto ha habido sangre,
sudor y lágrimas en cada penoso avance.
Si la descuidada falta de seriedad de estos autores carece de interés para
mi, los verdaderos charlatanes hacen que me desconecte. En realidad, Tao y
Wu Li constituyen un nivel medio relativamente respetable entre los libros
científicos buenos y el sector lunático de timadores, charlatanes y locos.
Esta gente te garantiza la vida eterna si no comes otra cosa que raíces de
zumaque. Te dan pruebas de primera de mano de la visita de extraterrestres.
Sacan a la luz la falacia de la relatividad en favor de una versión sumeria
del Almanaque del Granjero. Escriben para el New York Inquirer y
contribuyen al correo delirante que todo científico destacado recibe. La
mayoría de estas personas son inofensivas, como la mujer de setenta años de
edad que me contaba, en ocho páginas de apretada caligrafía, la
conversación que tuvo con unos pequeños visitantes verdes del espacio. Pero
no todos son inofensivos. Una secretaria de la revista Physical Review fue
asesinada a tiros por un hombre al que se le rechazó un artículo
incoherente.
Lo importante, creo, es esto: todas las disciplinas, todo campo de
actividad, tienen un «orden establecido», sea la colectividad de los
profesores de físicas de cierta edad de las universidades prestigiosas, los
magnates del negocio de las comidas rápidas, los dirigentes de la
Asociación Norteamericana de la Abogacía o los viejos jefes de la Orden
Fraternal de los Trabajadores Postales. En ciencia, el camino del progreso
es más rápido cuando se derriba a los gigantes. (Sabía que me saldría de
todo esto una buena metáfora mezclada.) Por lo tanto, se buscan con celo
iconoclastas y rebeldes con bombas (intelectuales); hasta el propio régimen
científico los busca. Por supuesto, a ningún teórico le divierte que tiren
su teoría a la basura; algunos hasta pueden reaccionar ~momentánea,
instintivamente como un régimen político ante una rebelión. Pero la
tradición del derrocamiento está demasiado enraizada. Alimentar y premiar
al joven y creativo es una oblicación sagrada del régimen científico. (Lo
más triste que te pueden decir de fulano de tal es que no basta con ser
joven.) Esta lección moral ~que debemos mantenernos abiertos a lo joven, lo
heterodoxo y lo rebelde~ deja un resquicio para los charlatanes y los
descarriados, que pueden hacer presa en los periodistas y editores ~y otros
responsables de los medios de comunicación~ descuidados y científicamente
analfabetos. Algunos timadores han tenido notable éxito, como el mago
israelí Uri Geller o el escritor Immanuel Velikovsky, incluso ciertos
doctores en ciencias (un doctorado es aún una garantía de la verdad menor
que un premio Nobel) que han promovido cosas tan fuera de quicio como las
«manos que ven», la «psicoquinesia», la «ciencia de la creación», la
«poliagua», la «fusión fría» y tantas otras ideas fraudulentas. Lo usual es
que se diga que la verdad revelada está siendo suprimida por el acomodado
régimen, que quiere así preservar el statu quo con todos sus derechos y
privilegios.
Sin duda, eso puede pasar. Pero en nuestra disciplina, hasta los miembros
del orden establecido hacen campaña contra el régimen. Nuestro santo
patrón, Richard Feynman, en el ensayo «¿Qué es la ciencia?», hacía al
estudiante esta admonición: «Aprende de la ciencia que debes dudar de los
expertos. ... La ciencia es la creencia en la ignorancia de los expertos».
Y más adelante: «Cada generación que descubre algo a partir de su
experiencia debe transmitirlo, pero debe transmitirlo guardando un delicado
equilibrio entre el respeto y la falta de respeto, para que la raza ... no
imponga con demasiada rigidez sus errores a sus jóvenes, sino que transmita
junto a la sabiduría acumulada la sabiduría de que quizá no sea tal
sabiduría».
Este elocuente pasaje expresa la educación que todos los que laboramos en
el viñedo de la ciencia tenemos profundamente imbuida. Por supuesto, no
todos los científicos pueden reunir la agudeza crítica, la mezcla de pasión
y percepción que Feynman era capaz de ponerle a un problema. Eso es lo que
diferencia a los científicos, y también es verdad que muchos grandes
científicos se toman a sí mismos demasiado en serio. Se ven entonces
lastrados a la hora de aplicar su capacidad crítica a su propio trabajo o,
lo que es peor todavía, al trabajo de los chicos que les están poniendo en
la estacada. No hay especialidad perfecta. Pero lo que raras veces
entienden los profanos es lo presta, ansiosa, desesperadamente que la
comunidad científica de una disciplina dada le abre los brazos al
iconoclasta intelectual... si él o ella tienen lo que hace falta.
Fn todo esto lo trágico no son los escritores pseudocientificos chapuceros,
ni el vendedor de seguros de Wichita que sabe exactamente dónde se equivocó
Einstein y publica su propio libro al respecto, ni el timador que dirá lo
que sea por ganar unos duros, los Geller o los Velikovsky. Lo trágico es el
daño que se le hace al público común, crédulo y científicamente analfabeto,
a quien con tanta facilidad se le toma el pelo. Ese público construirá
pirámides, pagará una fortuna por inyecciones de glándula de mono, mascará
huesos de albaricoque, irá adonde sea y hará lo que sea tras los pasos del
charlatán de feria que, habiendo progresado de la trasera de un carromato a
la hora punta de un canal de televisión, venderá lenitivos aún más
escandalosos en el nombre de la «ciencia».
¿Por qué somos, y me refiero a nosotros, el público, tan vulnerables? Una
respuesta posible es que los profanos se sienten incómodos con la ciencia,
porque la manera en que se desenvuelve y progresa no les es familiar. El
público ve la ciencia como un edificio monolítico de reglas y creencias
inflexibles, y a los científicos ~gracias al retrato que ofrecen los medios
de ellos como envarados ratones de biblioteca de bata blanca como unos
plúmbeos, vetustos, escleróticos defensores del statu quo. En verdad, la
ciencia es algo mucho más flexible. La ciencia no tiene que ver con el
statu quo. La ciencia tiene que ver con la revolución.
Mil perdones por la extensión del mensaje.
Un cordial saludo
Luis Carlos Duce
lcarlos en lix.intercom.es
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