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[escepticos] ario Vargas LLosa = Endecha por la pequeña librería
Bueno pues he aquí una visión, aparecida en las páginas de Opinión
del periódico El País de hoy domingo, sobre el tema, ya tratado en la
Corrala, del cambio sociológico que se avecina en mundo editorial y en
el de las librerías, que considero es digna de ser leída.
Conste que personalmente el Sr. Mario Vargas Llosa nunca ha sido
santo de mi devoción (lo cual debo reconocer que probablemente no deja
de ser más que un prejuicio, basado en una trayectoria personal a mi
modo de ver siempre rayana en el elitismo de las torres de marfil y en
el aprovechamiento de los resquicios del poder) pero hay que reconocer
que escribe de puñetera madre.
Atención por cierto al último párrafo y a la descripción que
realiza en él de aquellas personas que gustan de comprar en los
supermercados del libro y de lo que él considera que ha traído
aparejado la llegada de la democracia a la cultura.
Saludos escépticos desde Bilbao, Capital del mundo mundial y
alrededores.-((;.¬D))))
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Marco Tulio Cicerón-"Dubitando ad veritatem pervenimus"-
PIEDRA DE TOQUE
Endecha por la pequeña librería
MARIO VARGAS LLOSA
En la puerta de una de las librerías de Waterstone's, en Manchester,
monta guardia Robert Topping, de 43 años, su defenestrado ex director,
acompañado de un grupo de aliados, agitando una pancarta. Pide que lo
repongan en su puesto y lo ayuden a salvar a la más prestigiosa cadena
vendedora de libros de Gran Bretaña de naufragar en un comercialismo
despojado de todo contenido cultural. Mr. Topping fue echado porque se
resistió a seguir las instrucciones de sus jefes de reducir
drásticamente los depósitos de nuevas publicaciones y privilegiar de
manera sistemática la exhibición y venta de best sellers. Su campaña
cuenta con gran simpatía en todo el medio cultural y, sobre todo, de
las editoriales pequeñas y de calidad --ensayos, poesía,
experimentación-- que, a diferencia de lo que ocurre en otras cadenas
y gracias a algunos de sus empleados amantes de los libros como Robert
Topping, hasta ahora encontraban hospitalidad en las estanterías de
Waterstone's. Por lo visto, esta política llega a su fin, y dentro de
algún tiempo las agradables y simpáticas librerías de la cadena que
fundó en 1982 Tim Waterstone se parecerán mucho a los horrendos
almacenes de WH Smith, donde los libros que se venden lucen todos
estentóreos colorines y cuyas portadas parecen haber somatizado la
vulgaridad y la chabacanería de las chucherías, revistas y adefesios
para turistas entre los que andan mezclados.
Ahora hablo bien de Waterstone's, pero, cuando las primeras casas de
esa cadena comenzaron a aparecer en los barrios de Londres, a
comienzos de los ochenta, las detesté. Ellas venían a reemplazar --a
matar-- a las antiguas y pequeñas librerías tan queridas que, desde
que puse los pies en esta ciudad a mediados de los sesenta, yo
recorría todos los sábados en la mañana, como quien va a misa. Estaban
concentradas, desde hacía por lo menos un siglo, en Charing Cross y
alrededores, y en muchas de ellas había libreros que parecían
escapados de las novelas de Dickens, con bonetes, viejas mantas,
cabelleras revueltas y hasta lupas e impertinentes. Con ellos era
posible conversar, y pasarse horas escarbando las existencias, en esa
atmósfera cálida, inconfundible, de polvo intemporal y de religiosidad
laica que tienen --que tenían-- las pequeñas librerías. Mi recuerdo de
todas las ciudades en que he vivido es inseparable de estas
instituciones que permanecen en mi memoria como una referencia
familiar. La librería-garaje de Ladislao Cabrera, en Cochabamba, donde
cada semana iba a comprar el Peneca y el Billiken. La librería de Juan
Mejía Baca, en la calle Azángaro del centro de Lima, que me permitía
pagar los libros en modestas mensualidades, y Plaisir de France, bajo
los portales de la Plaza San Martín, donde la señora Ortiz de Zevallos
me encargaba Les temps modernes y Les Lettres Nouvelles. Y, en el
París de los sesenta, la inolvidable Joie de Lire, de la rue Saint
Severin, donde comprar libros, además de un placer, daba una buena
conciencia progresista, y la librería española de la rue Monsieur Le
Prince, cuyo dueño, un anarquista catalán exiliado de corazón de oro,
me rebajaba a veces los libros a escondidas de su furibunda mujer.
La cadena que abrió Tim Waterstone y que tuvo al principio mucho éxito
fue una fórmula intermedia, entre las pequeñas librerías individuales
incapaces de sobrevivir a la competencia con los gigantescos
libródomos, y los almacenes tipo WH Smith, de consumo masivo, de los
que estaban prácticamente excluidos todos los libros minoritarios.
Éstos accedían también a sus librerías, en las que convivían --algo
arrinconados, a veces-- con los libros más populares y las ediciones
de bolsillo. Sería injusto no reconocer que en los años ochenta y
noventa Waterstone's fue un eficiente promotor de la vida cultura,
pues en casi todas sus librerías había siempre recitales, mesas
redondas, presentaciones de libros, con asistencia de intelectuales y
escritores de primera línea. Pero, este valioso designio de conjugar
la calidad y el consumo, no ha dado buenos resultados, a juzgar por
las intimidades financieras de la cadena, que lo ocurrido con el
librero de Manchester ha sacado a luz. Waterstone's pierde millones de
libras esterlinas, y su actual propietaria, una poderosa
multinacional, HMV Media, tiene una deuda acumulada de un poco más de
500 millones de libras. Ésa es la razón del despido de Robert Topping,
un personaje totalmente incomprensible, con su afán por adquirir
libros de poca salida a editoriales mínimas, para el nuevo director
general, llamado David Kneale, un caballero que, antes, trabajaba para
Boots, la exitosa cadena de farmacias. Mr. Kneale es un gran vendedor,
sin duda, pero no un librero, como lo es el desventurado Robert
Topping. En nuestro tiempo, aunque nos cueste admitirlo y nos parezca
una tragedia de lesa cultura, ambas cosas se han vuelto incompatibles.
Toda mi simpatía está con el admirable librero de Manchester, ni qué
decirlo, pero creo que, incluso si Waterstone's, cediendo a la campaña
en su favor, lo reinstala en el puesto, su causa, a mediano plazo,
está perdida. Los contadores terminarán por imponer su criterio, el
financiero, y éste acabará prevaleciendo sobre toda otra
consideración. Esto es lo que ha acabado con la pequeña librería
tradicional en el Reino Unido, al igual que ha sucedido, está
sucediendo o terminará por suceder en el resto del mundo desarrollado.
Salvo como una empresa heroica y artesanal, como anticuario, o como
una entidad especializada en libros de un temática
determinada --viajes, cine, teatro, sexo-- la pequeña librería
tradicional que tanto amamos difícilmente podrá coexistir con los
promiscuos libródomos, convertidos en los proveedores principales del
gran público; sólo sobrevivir, en los márgenes o catacumbas de la vida
social.
Para explicar mi pesimismo quisiera citar dos ejemplos. En el mismo
ejemplar de The Sunday Times de esta mañana, donde leo la historia de
Robert Topping, aparece en la sección económica una información sobre
los considerables descuentos que pueden obtener los consumidores
haciendo sus compras por el Internet. Enumera una serie de productos,
y los diferentes precios que por cada uno de ellos ofrecen distintas
compañías que sirven a sus clientes a través de la red. En cuanto a
los libros --el volumen estudiado es el cuarto de Harry Potter, de
J.K. Rowling--, las ocho compañías consultadas ponen el libro en manos
de los compradores con reducciones que fluctúan entre el veinte y el
treinta por ciento del precio con que se venderá en las librerías.
El otro ejemplo tiene que ver con una novela que yo admiro, Tirant lo
Blanc. En el Times Literary Supplement descubrí que acababa de
publicarse en Inglaterra una colección de ensayos dedicada al clásico
valenciano, editada por el hispanista Arthur Terry, y publicada por
una editorial que presumo pequeña y universitaria. Corrí a comprarlo y
la Waterstone's de Kensington no lo tenía y tampoco la Dillon's,
próxima al Museo Británico. Esta última me propuso encargarlo,
advirtiéndome que tardaría entre dos y tres semanas. Tascando el freno
de la indignación, porque algo se rebela en mi fuero íntimo contra la
idea de comprar libros por el correo electrónico, acudí al Internet:
BookBrain.co.uk me traerá el libro a mi casa, en una semana, con un
descuento del 10% sobre el precio de librería. Más claro no canta el
gallo: es más barato y expeditivo comprar libros por la pantalla
electrónica que yendo a la librería. Las nuevas generaciones
olisquearán el aire desconcertadas cuando los viejos les aseguremos
que, hacerlo, no era perder tiempo y dinero, que era un gran placer.
En España, con motivo de una ley recién aprobada permitiendo que los
libreros hagan todos los descuentos que quieran en los libros de
texto --pero, conservando el precio fijo del libro decidido por el
editor-- hay en estos días una gran movilización de editores, libreros
y escritores, argumentando que la medida significa poco menos que la
pena de muerte para las pequeñas librerías --dos mil de ellas podría
desaparecer, aseguran-- pues sólo los libródomos pueden permitirse
radicales descuentos sin un quebranto económico, en tanto que las
pequeñas librerías, que son las que mantienen viva la literatura de
calidad y la minoritaria, y que podían hacerlo hasta ahora gracias a
los márgenes de beneficio que les dejaban los libros de texto, serán
barridas del mercado. Este argumento, bajo su exterior generoso y
solidario con el pequeño librero, es poco democrático. Equivale a
sostener que, para que las pequeñas librerías sobrevivan, hay que
subsidiarlas, manteniendo artificialmente alto el precio de los libros
de texto --eso es lo que ocurre cuando se prohíbe la competencia y la
libertad de precios para un producto--, es decir, penalizar a los
millones de consumidores que son los padres de familia, en beneficio
de un sector al que, desgraciadamente, la modernización ha ido
volviendo minoritario. El verdadero tema de discusión debería ser el
siguiente: ¿Va la liberación en los descuentos a bajar el precio de
los libros de texto más de lo que lo hubiera bajado la eliminación del
precio fijo de edición, que ahora se mantiene?
Yo creo que no, que la medida, tal como ha sido dada, es incompleta, y
que probablemente la libertad de precios de edición, junto con los de
venta, habría sido más ventajosa para el consumidor. Es lo que
terminará por ocurrir, sin duda, tarde o temprano, en un contexto
europeo cada vez más alérgico a los subsidios, los monopolios, los
mercados cautivos y las prácticas mercantilistas. Es una ilusión creer
que, por tratarse de la vida cultural, los productos comerciales
asociados a ella, como es el caso de los libros --o las películas, o
las obras de arte-- recibirán un tratamiento especial que los excluya
de los riesgos y percances inherentes a la libertad de mercado, en esa
suerte de despotismo ilustrado que proponen ciertos intelectuales
espantados con el abaratamiento y banalización de la vida cultural
"democratizada", expuesta a los cuatro vientos de la libertad. Mi
impresión es que, tratando de contrarrestar el mal, mediante la
defensa del subsidio y el sistema de cuotas para los productos
culturales, en vez de conjurarlo, lo agravan. Porque la libertad de
elección es siempre preferible, aunque, la gran mayoría, a la hora de
elegir una novela, una película o una canción, yerre en su elección.
La solución del problema de la cultura está en la educación del
público, no en la imposición de los productos culturales.
¿Hay, dentro de este mundo revolucionado por la globalización en el
que se irán imponiendo los libródomos cada día más, espacio para la
librería tradicional? Nada quisiera más que equivocarme, pero me temo
que no. No, por lo menos, para aquella librería tradicional, más
cercana a una biblioteca o taller o peña que a un comercio, regida por
una persona que conocía de memoria no sólo los títulos de todos los
libros que vendía sino también los nombres de pila de sus clientes.
Ésa, la librería de nuestra infancia y juventud, la añorada y
queridísima, difícilmente sobrevivirá, al igual que el almacén de la
esquina donde comprábamos chupetines y caramelos y donde las amas de
casa hacían las compras de la semana, y que, comparado a los glaciales
supermercados que lo han desaparecido, nos parece en el recuerdo tan
cálido y humano. El progreso trae cosas formidables para la gran
mayoría, pero, también, altos costos y sorpresas que nos resistimos a
aceptar. ¿Queríamos una cultura no elitista, democrática, al alcance
de todos, que reemplazara a esa repugnante cultura clasista y
aristocrática? Pues bien, ahí está. Y resulta que las masas prefieren
leer bazofia literaria y comprarla barata, no en las lindas librerías
cultas de antaño, sino en los libródomos o en el Internet.
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© Mario Vargas Llosa, 2000.
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