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RE: [escepticos] Origen del Universo



At 04:07 22/04/98 +0200, you wrote:
>Buscar  el ORIGEN DEL UNIVERSO  es un reto para la Ciencia , que no sedebe
>de abandonar .... Entrar a Dios Por la razòn    es mucho mas dificil 
>tienes las 5 vias  Tomistas  y la CAUSA PRIMERA ARISTOTELICA 
>Dios no es demostrable  , el universo si .... debemos de encontrar su
>origen y el momento anterior a su apariciòn ....lo mismo nos llevamos
>algunas sorpresas los creyentes y los no creyentes .
>
>Gregorio 

Como veo que te quedaste en Santo Tomás, a continuación te envío un aperitivo:

DOCE PRUEBAS DE LA INEXISTENCIA DE DIOS
 

Primer argumento: El ser inmutable no puede haber creado.

Si Dios existe, no cambia , no puede cambiar. Mientras que en la Naturaleza
todo se modifica, se metamorfosea, se transforma, mientras que nada es
perdurable y que todo se realiza, Dios, puesto fijo, inmóvil en el tiempo y
en el espacio, no está sujeto a modificación alguna, no conoce ni puede
conocer cambio alguno.

Es hoy lo que era ayer; será mañana lo que es hoy. Que se mire a Dios en la
lejanía de los siglos más remotos o en la de los siglos futuros, es
constantemente idéntico a sí mismo.

Dios es inmutable.

Si él ha creado, no es inmutable, porque en este caso, ha cambiado dos veces.

Determinarse a querer, es cambiar; resulta evidente que hay un cambio entre
el ser que no quiere aún y el ser que ya quiere.

Paralelamente, determinarse a obrar, u obrar, es modificar.

Además, es cierto que esta doble modificación, querer obrar, es tanto más
considerable y más acusada  cuanto más se trata de una resolución grave de
una acción más importante.

Dios ha creado, se dice. Sea. Luego ha cambiado dos veces: la primera,
cuando ha tomado la determinación de crear; la segunda, cuando poniendo en
ejecución su determinación, ha cumplido el gesto creador.

Si ha cambiado dos veces, no es inmutable.

Y si no es inmutable, no es Dios. No existe.

El ser inmutable no puede haber creado.


Segundo argumento: El gesto creador es inadmisible.

¿Qué se entiende por crear?

¿Qué es crear?

¿Es tomar los materiales esparcidos, separados pero existentes, luego,
utilizando ciertos principios experimentados, aplicando ciertas reglas
conocidas, reunir, agrupar, asociar, ajustar estos materiales, con el fin de
hacer de ellos algo?

No. Esto no es crear. Ejemplo: ¿Puede decirse de una casa que haya sido
creada? No. Ha sido construida. ¿Puede decirse de un mueble que ha sido
creado? No. Ha sido fabricado. ¿Puede decirse que un libro ha sido creado?
No. Ha sido compuesto, impreso, encuadernado.

Luego, tomar estos materiales existentes y hacer de ellos algo, eso no es crear.

¿Qué es, pues, crear?

Crear es sacar algo de nada. Es hacer con nada alguna cosa. Es llamar la
nada a ser.

Eso supuesto, imagino que no se encuentra ni una sola persona dotada de
razón que pueda concebir y admitir que de nada se pueda sacar algo, que con
nada sea posible hacer alguna cosa.

Imaginad a un matemático, elegid el calculador más eminente, colocad detrás
de él un enorme cuadro negro. Rogadle que trace sobre ese cuadro ceros y más
ceros: podrá esforzarse en sumar, en multiplicar, en librarse a todas las
operaciones de las matemáticas, y no alcanzará jamás a extraer de la
acumulación de esos ceros la unidad. Con nada, no se hace nada: con nada no
se puede hacer nada. El famoso aforismo de Lucrecio es nihili nihil queda
como la expresión de una verdad y de una evidencia manifiestas.

El gesto creador es un gesto imposible de admitir y un absurdo.

Crear, es, pues, una expresión mística, religiosa, pudiendo poseer algún
valor a los ojos de las personas a las cuales satisface creer lo que ellas
no comprenden y a  quienes la  fe se impone tanto más cuanto menos
comprenden: pero crear es una expresión vacía de sentido para un hombre
enterado, atento, a los ojos de quien las palabras no tienen más valor  que
en la medida en que ellas representan una realidad o una posibilidad".

Tercer argumento: El  "Espíritu puro" no puede haber determinado el Universo.

A los creyentes que, a despecho de toda razón, persisten en admitir la
posibilidad de la creación, les diré que en todos los casos es imposible de
atribuir esta creación a su Dios.

Su Dios es puro Espíritu. Y yo digo que el puro Espíritu, lo inmaterial no
puede haber determinado al Universo, lo Material. He aquí por qué:

El puro Espíritu no es separado del Universo por una diferencia de grado, de
dantidad, sino por una diferencia de naturaleza, de cualidad.

De manera que el Espíritu puro no es ni puede ser una ampliación del
Universo del mismo modo que el Universo no puede ser una reducción del
Espíritu puro. La diferencia aquí no es solamente una distinción, sino una
oposición de naturaleza: esencial, fundamental, irreductible, absoluta. 

Entre el Espíritu puro y el Universo, no hay únicamente un abismo más o
menos grande y profundo que podría ser colmado o franqueado: hay un
verdadero abismo, cuya profundidad y extensión, cualquiera que sea el
esfuerzo intentado, nadie ni nada podría  colmar ni franquear.

El Espíritu puro no admite  ninguna aleación  material, no comporta ni
forma, ni cuerpo, ni línea, ni materia, ni proporción, ni espacio, ni
volumen, ni color, ni sonido, ni densidad.

Luego, en el Universo, todo, por el contrario es forma, cuerpo, línea,
materia, proporción, espacio, duración, profundidad, superfície, volumen,
color, sonido, densidad.

¿Cómo admitir que esto ha sido determinado por aquello?

Es imposible.

Hemos visto que la hipótesis de una potencia verdaderamente creadora  es
imposible. Hemos visto, en segundo lugar, que, aún cuando se persista en
creer en esta potencia, no se podría admitir que el Universo, esencialmente
material, haya sido determinado por el Espíritu puro, esencialmente inmaterial.

Y bien. Una de dos: o bien la Materia estaba fuera de Dios o bien estaba en
Dios (no le podríais asignar un tercer lugar). En el primer caso, si ella se
hallaba fuera de Dios, es que Dios no ha tenido necesidad de crearla, puesto
que ya existía; es que ella coexistía con Dios, es que era concomitante con
él y, entonces, Dios no es creador.

En el segundo caso, es decir, si ella no estaba separada de Dios, ella
estaba en Dios, y en este caso se deduce:  1º Que Dios no es el Espíritu
puro, puesto que él tendría una partícula de materia, ¡y qué partícula!: la
totalidad de los mundos materiales. 2º Que Dios, conteniendo la materia en
él, no ha tenido que crearla, puesto que ella existía: no ha tenido más que
hacerla salir, y en este caso, la creación cesa de ser un acto de creación
verdadero y se reduce a un acto de exteriorización.

Cuarto argumento: Lo perfecto no puede producir lo imperfecto.

Estoy convencido que si yo preguntase a un creyente si lo imperfecto puede
producir lo perfecto, este creyente me respondería sin la menor vacilación y
sin el menor temor de equivocarse que lo imperfecto no puede producir lo
perfecto.

En ese supuesto, digo yo que lo perfecto no puede producir lo imperfecto, y
sostengo que mi posición posee la misma fuerza y la misma exactitud que la
precedente, y por las mismas razones.

Hay más aún: entre lo perfecto y lo imperfecto no existe solamente una
diferencia de cualidad, de naturaleza, una oposición esencial, fundamental,
irreductible.

Hay más todavía: entre lo perfecto y lo imperfecto no hay únicamente una
diferencia más o menos profunda y amplia, sino un abismo tan profundo que
nada podría franquearlo ni llenarlo.

Lo perfecto es absoluto; lo imperfecto es relativo. A los ojos de lo
perfecto, que es todo, lo relativo, lo contingente, no es nada; a los ojos
de lo perfecto, lo relativo es sin valor, no existe y no está al alcance de
ningún matemático ni de filósofo alguno establecer una relación -la que sea-
entre lo relativo y lo absoluto. A fortiori, esa relación es imposible
cuando se trata de una relación rigurosa y precisa como la que debe existir
necesariamente entre causa y efecto.

Es pues imposible que lo perfecto haya determinado lo imperfecto.

Por el contrario, existe una relación directa, fatal y en cierto modo
matemática, entre la obra y el autor de ella: tanto vale la obra, tanto vale
el obrero; tanto vale el obrero, tanto vale la obra. Es por la obra que se
reconoce al obrero, como es por el fruto que se reconoce el árbol.

Si examinamos una redacción mal hecha en la que abundan las faltas
ortográficas, en la que abundan las faltas ortográficas, en la que las
frases son mal construidas, en la que el estilo es pobre y desaliñado, en la
que las ideas son raras y banales, en la que los conocimientos son
inexactos, no se nos ocurrirá la idea de atribuir esta mala página
idiomática a un cincelador de frases, a uno de los maestros de la literatura.

Si dirigimos la mirada sobre un dibujo mal hecho, en el que las líneas son
mal trazadas, las reglas de la perspectiva y de la proproción violadas, no
se nos ocurrirá jamás atribuir ese esbozo rudimentario a un profesor, a un
maestro, a un artista. Sin la menor vacilación diremos que es la obra de un
alumno, de un aprendiz; y tenemos la seguridad de no cometer error, tanto es
verdad que la obra lleva la marca del obrero, y que es, por la obra, se
puede apreciar el autor de ella.

Luego la Naturaleza es hermosa; el Universo es magnífico. Sin embargo, por
entusiastas que seamos de las bellezas de la Naturaleza y no importa el
homenaje que le tributemos no podremos decir que el Universo es obra sin
defectos, irreprochable, perfecta. Y nadie se atrevería a sostener tal opinión.

El Universo es una obra imperfecta.

En consecuencia, hay siempre entre la obra y el autor de ella una relación
rigurosa, estrecha, matemática; luego el Universo es una obra imperfecta: el
autor de esta obra, pues no puede ser sino imperfecto.

Este silogismo conduce a poner evidencia la imperfección del Dios de los
creyentes y, por consiguiente, a negarlo.

Se puede todavía razonar de la  manera siguiente: O bien, siendo el Universo
una obra imperfecta, vuestro Dios es en sí mismo impercto.

Silogismo o dilema, la conclusión, el razonamiento resulta el mismo.

Quinto argumento: El ser eterno, activo, necesario, no puede, en momento
alguno, haber estado inactivo o inútil.

Si Dios existe, es eterno, activo y necesario.

¿Eterno? Lo es por definición. Es su razón de ser. No se le puede concebir
encerrado en los límites del tiempo; no se le puede imaginar teniendo un
principio o un fin. No puede aparecer y desaparecer. Existe de siempre.

¿Activo? Lo es y no puede dejar de serlo, puesto que su actividad es la que
ha engendrado todo, puesto que su actividad se ha afirmado, dicen los
creyentes, por el acto más colosal, más majestuoso: la  Creación de los Mundos.

¿Necesario? Lo es y no puede dejar de serlo, puesto que sin él nada
existiría, puesto que es el autor de todas las cosas; puesto que es el
manantial inicial de donde todo brota; puesto que es la fuente única y
primera de donde todo ha manado.

Puesto que sólo, bastándose a sí mismo, ha dependido de su única voluntad
que todo sea y que nada sea. Es él, pues: Eterno, Activo y Necesario.

Queremos demostrar que si es Eterno, Activo y Necesario, debe ser
eternamente activo y eternamente necesario; que consecuentemente, no ha
podido, en momento alguno, ser inactivo o inutil; que por consiguiente, en
fin, no ha sido creador jamás.

Decir que Dios no es eternamente activo, es admitir que no siempre lo ha
sido, que ha llegado a serlo, que ha empezado a ser activo, que antes de
serlo no lo era; y puesto que es por la Creación que se ha manifestado su
actividad, eso es admitir, al mismo tiempo, que durante los millones y
millones de siglos que han precedido la acción creadora, Dios estaba inactivo.

Decir que Dios no es eternamente necesario, es admitir que no lo ha sido
siempre, que ha llegado a serlo, que ha empezado a ser necesario, que antes
de serlo no lo era, y puesto que es la creación que proclama y atestigua la
necesidad de Dios, eso es admitir a la vez que, durante los millones y
millones de siglos que han precedido, quizá, a la acción creadora, Dios era
inútil.

¡Dios inactivo y perezoso.!
¡Dios inútil y supérfluo!
¡Qué postura para el ser esencialmente activo y esencialmente necesario!

Es preciso confesar, pues, que Dios es por todo tiempo activo y en todo
tiempo necesario.

Pero entonces, él no puede haber creado, puesto que la idea de creación
implica, de manera absoluta, la idea de principio, de origen. Una cosa que
empieza no puede haber existido en todo tiempo. Hubo necesariamente un
tiempo en que, antes de ser, no era aún. Por corto o por largo que fuera ese
tiempo que precede a la cosa creada, nada puede suprimirlo; de todas
maneras, es.

De eso resulta que o bien Dios no es eternamente activo y eternamente
necesario, y, en este caso, él ha llegado a serlo por la creación. Si no es
así  le faltaban a Dios, antes de la creación, esos dos atributos: la
actividad y la necesidad. Este Dios era incompleto; era un cacho de Dios,
nada más; y él ha teneido necesidad de crear para llegar a ser activo y
necesario, para completarse.

O bien Dios es eternamente activo y necesario y, en este caso, él ha creado
eternamente las creaciones eternas; el Universo no ha tenido principio
nunca; existe de todo tiempo; es eterno como Dios; es el mismo Dios y se
confunde con él.

Luego, en el primer caso Dios, antes de la creación no era ni activo ni
necesario, era incompleto, es decir imperfecto y, pues, no existe; en el
segundo caso, Dios, siendo eternamente activo y eternamente necesario no ha
podido llegarlo a ser; y entonces no ha podido crear.

Si eso es así, el Universo no ha tenido principio. No ha sido creado.

Sexto argumento: Dios no puede haber creado sin motivo; eso supuesto, es
imposible discernir uno solo.

De cualquier lado que se examine, la creación resulta inexplicable,
enigmática, vacía de sentido.

Y salta a la vista que, si Dios ha creado es imposible admitir que haya
cumplido este acto grandioso y del cual las consecuencias debían ser
fatalmente proporcionales al acto mismo, por consiguiente, incalculables,
sin haberse determinado a ello por una razón de primer orden.

Y bien. ¿Cuál será esta razón? ¿Por qué motivo Dios se ha podido determinar
a crear? ¿Qué móbil le ha impulsado? ¿Qué deseo le ha tomado? ¿Qué propósito
le ha impulsado? ¿Qué deseo le ha tomado? ¿Qué propósito se ha formado? ¿Qué
objeto ha perseguido? ¿Qué fin se ha propuesto?

Multiplicad, en este orden de ideas, las interrogantes, dadle vueltas y más
vueltas al problema: examinadlo bajo todos sus aspectos; examinádlo en todos
los sentidos y yo os reto a resolverlo de otra manera que no sea por cuentos
o sutilezas.

Mirad: he aquí a un niño educado en la religión cristiana; su catecismo le
afirma que es Dios quien lo ha creado  y lo ha puesto en el mundo. Suponed
que él se hace esta pregunta: ¿Por qué Dios me ha creado y me ha puesto en
el mundo? Y que quiera encontrar una respuesta seria y razonable. No podrá
obtenerla. Suponed todavía que, confiando en la experiencia y en el saber de
sus educadores, persuadido que por  el carácter sagrado de que curas y
pastores están revestidos, por los conocimientos especiales que poseen y por
las gracias particulares; convencido que por su santidad, ellos están más
cerca de Dios que él y mejor iniciados que él a las verdades reveladas:
suponed que este niño tenga la curiosidad de preguntar a su maestro por qué
Dios le ha creado y le ha puesto en el mundo; yo afirmo que ellos no pueden
dar a esta simple interrogación respuesta alguna satisfactoria, sensata.

En verdad, no la hay.

Apuremos más de cerca la cuestión, profundicemos el problema.

Por medio del pensamiento, examinemos a Dios antes de la creación. Tomémoslo
en su sentido absoluto. Está sólo. Se basta a sí mismo. Es perfectamente
sabio, perfectamente feliz, perfectamente poderoso. Nadie puede acrecentar
su sabiduría; nada puede acrecentar su felicidad; nada puede fortificar su
potencia.

Este Dios no puede experimentar ningún deseo, puesto que su felicidad es
infinita; no puede perseguir ningún objeto, puesto que nada le falta a su
perfección; no puede formar ningún propósito, puesto que nada puede
disminuir su potencia; no puede determinarse a querer, puesto que no
experimenta necesidad alguna.

La conclusión se impone, lógica, implacable: Dios, si ha creado, ha creado
sin motivo, sin saber por qué, sin objetivo.

¿Sabéis a dónde nos conducen forzosamente las conseciencias de tal conclusión? 

Vais a verlo.

Lo que diferencia los actos de un hombre dotado de razón de los actos de un
hombre atacado de demencia; lo que hace que uno sea responsable y el otro no
lo sea, es que un hombre en sus cabales sabe siempre, en todos los casos
puede saber, cuando obra, cuáles son los móviles que le han impulsado,
cuáles los motivos que le han determinado a obrar. Cuando se trata de una
acción importante y cuyas  consecuencias pueden comprometer pesadamente su
responsabilidad, basta que el hombre en posesión de razón se repliegue en sí
mismo; se libre a un examen de conciencia serio, persistente e imparcial,
basta que, por el recuerdo reconstituya el cuadro en el que los
acontecimientos le han encerrado; en una palabra, que él reviva la hora
transcurrida para que llegue a discernir el mecanismo de los movimientos que
le han hecho obrar.

No está siempre orgulloso de los móviles que le han impulsado. Enrojece a
menudo de las razones que la han impulsado a obrar. Pero esos motivos, sean
nobles o viles, generosos o bajos, llega siempre a descubrilos.

Un loco, al contrario, obra sin saber por qué. Su acto realizado, aun el más
cargado en consecuencias, interrogadle, apremiadle con preguntas, insistid,
acosadle. El pobre demente balbuceará algunas locuras y no le arracaréis a
sus incoherencias.

Lo que diferencia a los actos de un hombre sensato de los actos de un
insensato, es que los actos del primero se explican, es que tienen una razón
de ser, es que se distingue en ellos la causa y el objetivo, el origen y el
fin, mientras que los actos de un hombre privado de razón no se explican, es
incapaz él mismo de discernir la causa y el objetivo; no tienen razón de ser.

Y bien si Dios ha creado sin objeto, sin motivo, ha obrado a la manera de un
loco y la Creación aparece como un acto de demencia.

Séptimo argumento: El gobernador niega al Creador.

Hay quienes -y forman legión- a pesar de todo, se obstinan en creer. Se
concibe que, pese a todo, se pueda creer en la existencia de un creador
perfecto, que pueda creerse en la existencia de un gobernador necesario;
pero nos parece imposible que se pueda creer razonablemente en el uno y en
el otro al mismo tiempo: esos dos seres perfectos se excluyen
categóricamente; afirmar al uno es negar al otro; proclamar la perfección
del primero, es confesar la inutilidad del segundo; proclamar la necesidad
del segundo, es negar la perfección del primero.

En otros términos, puede creerse en la perfección del uno o en la necesidad
del otro; pero irrazonablemente, creer en la perfección de los dos; es
preciso elegir.

Si el Universo creado por Dios ha sido una obra perfecta; si, en su conjunto
y en sus menores detalles, esta obra  hubiese carecido de defectos; si el
mecanismo de esta gigantesca creación hubiese sido irrepochable; si tan y
tan perfecta hubiese sido su organización que no hubiese debido temerse
ningún desarreglo, ni una sola avería; en una palabra, si la obra hubiese
sido digna de un obrero genial, de este artista incomparable, de este
constructor fantástico que se llama Dios, la necesidad de un gobernador no
se hubiese hecho sentir.

Una vez dado el primer empuje, puesta en movimiento la formidable máquina
hubiera bastado abandonarla  a sí misma, sin temor de accidente posible.

¿Por que este ingeniero, este mecánico, cuyo papel es de vigilar la máquina,
dirigirla, intervenir cuando es necesario, aportar a la máquina en
movimiento los retoques necesarios y las repaciones sucesivas? Este
ingeniero habría sido inútil; este mecánico no habría tenido objeto.

En este caso, no se precisa un gobernador.

Si el gobernador existe, es que su presencia, su vigilancia, su intervención
son indispensables.

La necesidad del gobernador es como un insulto, un desafío lanzado al
Creador; su intervención, atestigua la torpeza la incapacidad, la impotencia
del Creador.

Octavo argumento: La multiplicidad de los dioses demuestra que no existe
ninguno.

El Dios gobernador es y debe ser poderoso y justo, infinitamente  poderoso e
infinitamente justo.

Pretendo que la multiplicidad de las religiones atestigua que está falto de
potencia y de justicia.

Abandonemos los dioses muertos, los cultos abolidos, las religiones
apagadas. Estas se cuentan por millares y millares. No hablemos más que de
las religiones vivas.

Según las estimaciones mejor fundadas, hay en el presente ochocientas
religiones que se disputan el imperio sobre los millones de conciencias que
pueblan nuestro planeta. No es dudoso que cada una se imagina y se proclama
que sólo ella está en posesión del Dios verdadero, auténtico, indiscutible,
único, y que los demás dioses son dioses de broma, que es obra pía
combatirlos y el aplastarlos.

La multiplicidad de estos dioses atestigua que no existe ninguno, porque
ella demuestra que Dios está falto de potencia y de justicia.

Poderoso, habría podido hablar a todos con la misma facilidad que a uno
solo. Poderoso, le habría bastado con mostrarse, con revelarse a todos sin
más esfuerzo del que ha necesitado para revelarse a unos cuantos.

Un hombre -el que sea- no puede mostrarse, no puede hablar más que a un
número limitado de hombres; sus cuerdas vocales tienen una potencia que no
puede exceder de ciertos límites; ¡pero Dios!...

Dios puede hablar a todos -no importa el número- con la misma facilidad que
a unos cuantos. Cuando se eleva, la voz de Dios puede y debe resonar en los
cuatro puntos cardinales. El verbo divino no conoce ni distancia, ni
espacio. Atraviesa los océanos escala las cimas, flanquea los espacios sin
la menor dificultad.

Ya que le satisfizo -la religión lo afirma- hablar a los hombres, revelarse
a ellos, confiarles sus propósitos, indicarles su voluntad, hacerles conocer
su Ley, habría podido hablar a todos sin más esfuerzo que el empleado
hablando a un puñado de privilegiados.

No lo ha hecho, puesto que unos lo niegan, otros lo ignoran, otros, en fin,
ponen este o este otro dos a aquel otro de sus concurrentes.

En estas condiciones, ¿no es discreto que no ha hablado a ninguno y que las
múltiples revelaciones no son otra cosa que múltiples imposturas; mejor que,
si ha hablado a algunos, es que no ha podido hablar ante los otros?

Si así fuese, es que es impotente e injusto.

¿Qué pensar, en efecto, de ese Dios que se muestra a algunos y se esconde de
los otros? ¿Qué pensar de ese Dios que dirige la palabra a los unos y guarda
silencio ante los otros?

No olvidéis que los representantes de ese Dios afirman que él es el Padre y
que todos, con el mismo título y en el mismo grado, somos hijos bien amados
de ese Padre que está en los cielos.

Y bien, ¿qué pensais de ese padre que, lleno de ternura para algunos
privilegiados, los libera, revelándose a ellos, de las angustias, de la
duda, de las torturas de la vacilación, mientras que, voluntariamente,
condena a la inmensa mayoría de sus hijos a los tormentos de la
incertidumbre? ¿Qué pensais  de ese padre que condena a una parte de sus
hijos a los tormentos de la incertidumbre? ¿Qué pensais de ese padre que se
muestra a una parte de sus hijos en el resplandor deslumbrante de Su
Majestad, mientras que, para los otros, permanece rodeado de tinieblas¨?
¿Qué pensais de ese padre que, exigiendo de sus hijos un culto, respetos,
adoraciones, llama a algunos elegidos a escuchar la palabra de verdad,
mientras que, de forma deliberada, niega a los otros este insigne favor?

La multiplicada de las religiones proclama, pues, que Dios está falto de
potencia y de justicia. Y Dios debe ser inifinitamente poderoso e
infinitamente  justo; los creyentes lo afirman; si le falta uno de estos
atributos, la potencia y la justicia, no es perfecto; si no es perfecto, no
existe.

La multiplicidad de los dioses demuestra, por lo tanto, que no existe ninguno.

Noveno argumento: Dios no es infinitamente bueno; el infierno lo demuestra.

El Dios Gobernador o Providencia es y debe ser infinitamente bueno,
infinitamente misericordioso. La existencia del infierno prueba que no lo es.

Seguid bien mi razonamiento: Dios podía -puesto que es libre- no crearnos;
pero nos ha creado.

Dios podía -puesto que es bueno- admitirnos todos en su paraíso, después de
nuestra muerte, contentándose con el tiempo de pruebas y tribulaciones que
pasamos sobre la tierra.

Dios podía, en fin - puesto que es justo-, no admitir  en su paraíso más que
a los buenos y negar su acceso a los perversos o bien aniquilar a éstos a su
muerte, en lugar de destinarlos al infierno.

Pues quien puede crear puede destruir; quien tiene el poder de dar la vida,
tiene el de aniquilar.

Veamos, vosotros no sois dioses. Vosotros no sois infinitamente buenos,
infinitamente misericordiosos. Tengo, sin embargo, la certidumbre, sin que
os atribuya cualidades que quizás no poseéis, que, si estaba en vuestro
poder, sin que ello os costase un esfuerzo penoso, sin que de ello resultase
para vosotros ni perjucio material, ni perjuicio moral, si, digo, estaba en
vuestro poder, en las condiciones que acabo de indicar, de evitar a uno de
vuestros hermanos en humanidad una lágrima, un dolor, una prueba, tengo la
certidumbre de que lo haríais. Y sin  embargo, vosotros no sois ni
infinitamente buenos, ni infinitamente misericordiosos.

¿Seríais vosotros mejores y más misericordiosos que el Dios de los cristianos?

Pues, en fin, el infierno existe. La Iglesia nos lo enseña; es la horrenda
visión con ayuda de la cual se espanta a los niños, a los viejos y a los
espíritus temerosos; es el espectro que instalan a la cabecera de los
agonizantes, a la hora en que la proximidad de la muerte les quita toda
energía, toda lucidez.

Pues bien: el Dios de los cristianos, Dios que dicen de piedad, de perdón,
de indulgencia, de bondad, de misericordia, precipita a una parte de sus
hijos -para siempre- en esa mansión poblada por las torturas más crueles,
por los más indecibles suplicios.

¡Cuán bueno es! ¡Cuán misericordioso!

¿Conocéis esta frase de las Escrituras: "Habrá muchos llamados, pero muy
pocos elegidos"? Esta frase significa, si no me engaño, que será mínimo el
número de elegidos y considerable el número de los malditos. Esta afirmación
es de una crueldad monstruosa que se ha intentado darle otro sentido.

Poco importa: el infierno existe y es evidente que habrá condenados -pocos o
muchos- que en él sufrirán los más dolorosos tormentos.

Preguntémonos para qué y para quién pueden ser provechosos los tormentos de
los malditos.

¿Para los elegidos? ¡Evidentemente, no! Por definición, los elegidos serán
los justos,los virtuosos, los fraternales, los compasivos, y no podemos
suponer su felicidad, ya inexpresable, fuese acrecentada por el espectáculo
de sus hermanos torturados.

¿Sería provechoso para los mismos condenados? Tampoco, puesto que la Iglesia
afirma que el suplicio de esos desgraciados no terminará jamás y que, en los
millares y millares de siglos, sus tormentos serán intolerables como el
primer día.

¿Entonces?

Entonces, fuera de los elegidos y de los condenados, no hay más que Dios; no
puede haber más que él.

¿Es para Dios, pues, para quien pueden ser provechosos los sufrimientos de
los condenados? ¿Es , pues, él  ese padre infinitamente bueno, infinitamente
misericordioso, quien se complace sádicamente con los dolores a los que él
voluntariamente condena a sus hijos?

¡Ah! si es así, este Dios me parece el verdugo más feroz, el inquisidor más
implacable que se pueda imaginar.

El infierno prueba que Dios, no es bueno, ni misericordioso. La existencia
de un Dios de bondad es incompatible con la del Infierno.

O bien no hay Infierno, o bien Dios no es infinitamente bueno.

Décimo argumento: El problema del mal.

Es el problema del mal el que me facilita otro argumento contra el Dios
Gobernador, al mismo tiempo que mi primer argumento contra el Dios Justiciero.

Yo no digo que la existencia del mal, mal físico, mal moral, es incompatible
con la existencia de Dios, pero digo que ella es incompatible con la
existencia de un Dios infinitamente poderoso e infinitamente bueno.

Es conocido el razonamiento, aunque sólo sea por las múltiples refutaciones
-siempre impotentes, por lo demás- que se le han opuesto.

Se le hace remontar a Epicuro. Tiene, pues, ya más de veinte siglos de
existencia; pero por viejo que sea, ha conservado todo su vigor.

Helo aquí:

El mal existe: todos los seres sensibles conocen el sufrimiento. Dios que lo
sabe, no puede ignorarlo. Pues bien, de dos cosas una:

O bien Dios quisiera suprimir el mal, pero no ha podido.

O bien Dios podría suprimir el mal; pero no ha querido.

En el primer caso, Dios quisiera suprimir el mal: es bueno, se compadece de
los dolores que nos abruman; de los males que padecemos. ¡Ah, si sólo
dependiese de él! El mal sería destruido y la felicidad florecería sobre la
tierra. Una vez más: él es bueno; pero no puede suprimir el mal; en este
caso, no es todopoderoso.

En el segundo caso, Dios podría suprimir el mal. Bastaría quererlo para que
el mal fuera abolido; él es todopoderoso; pero no quiere suprimirlo, en este
caso, no es infinitamente bueno.

Aquí, Dios es poderoso, pero no es bueno; allá Dios es bueno, pero no es
poderoso.

Para que Dios sea, no basta con que posea una de estas dos perfecciones:
potencia o bondad; es indispensable que posea las dos a la vez.

Este razonamiento jamás ha sido refutado.

El ensayo de refutación más conocido es éste:

"Se plantea en términos completamente erróneos el problema del mal.
Injustamente se hace responsable de él a Dios. Es cierto, el mal existe y
ello es innegable; pero es al hombre a quien hay que hacer responsable. Dios
no ha querido que el hombre sea un autómata, una máquina, que él actúe
fatalmente. Al crearlo, le ha dado la libertad; ha hecho de él un ser
enteramente libre, de la libertad que le ha otorgado generosamente, Dios le
ha dejado la facultad de hacer, en todas las circunstancias, el uso que
quisiera; y, si le place al hombre en lugar de hacer de ella un uso juicioso
y noble de este bien inestimable, hacer un uso odioso y criminal, no es a
Dios a quien cabe acusar, porque sería injusto; de ello hay que acusar al
hombre."

He aquí la objeción, que resulta ya clásica.

¿Qué vale ella? Nada.

Distingamos primero el mal físico del mal moral.

El mal físico es la enfermedad, el sufrimiento, el accidente, la vejez, con
su cortejo de taras y enfermedades; es la muerte, la pérdida cruel de los
seres que amamos: criaturas que nacen y mueren algunos días después de su
nacimiento sin haber conocido más que el sufrimiento; hay una multitud de
seres humanos para los que la existencia no es más que una larga cadena de
dolores y de aflicciones, de suerte que hubiera  valido más que no hubiesen
nacido; es, en el dominio de la naturaleza los azotes, los cataclismos, los
incendios, las sequías, las hambres, las inundaciones, las tempestades, toda
esa suma de trágicas fatalidades que se cifran en el dolor y en la muerte.

¿Quién osaría decir que hay que hacer responsable al hombre de este mal físico?

¿Quién no comprende que, si Dios ha creado el Universo, si es él quien le ha
dotado de las formidables leyes que le regulan y si el mal físico es el
conjunto de fatalidades que resultan del juego normal de las fuerzas de la
naturaleza, quien no comprende que el autor responsable de estas calamidades
es, ciertamente, aquel que lo gobierna?

Diso que gobierna el Universo es, pues, responsable del mal físico.

Esto sólo bastaría, y mi respuesta podría quedar reducida a esto.

Pero yo pretendo que el mal moral es imputable a Dios de la misma manera que
el mal físico, puesto que, si existe, él ha presidido la organización del
mundo moral como la del mundo físico y que, consecuentemente, el hombre,
víctima del mal moral, como del mal físico, no es más responsable del uno
que del otro.

Undécimo argumento: Irresponsable, el hombre no puede ser castigado ni
recompensado.

¿Qué es lo que somos?

¿Hemos presidido las condiciones de nuestro nacimiento? ¿Hemos sido
consultados sobre la simple cuestión de saber si nos gusta nacer? ¿Hemos
sido llamados para fijar nuestros destinos? ¿Hemos tenido, en un solo punto,
voz en el capítulo?

Si hubiésemos tenido voz en el capítulo, cada uno de nosotros se habría
gratificado, desde la cuna, con todas las ventajas. salud, fuerza, belleza,
inteligencia, valor, bondad, etc. Cada uno habría sido el resumen de todas
las perfecciones, una especie de dios en miniatura.

¿Qué es lo que somos?

¿Somos lo que hemos querido ser?

Irrefutablemente, no.

En la hipótesis Dios, somos, puesto que es él quien nos ha creado, lo que él
ha querido que fueramos.

Dios, puesto que él es libre, hubiera podido no crearnos.

Hubiera podido crearnos menos perversos, puesto que él es bueno.

Hubiera podido crearnos virtuosos, sanos, excelentes. Habría podido
otorgarnos todos los dones físicos, intelectuales y morales, puesto que es
todopoderoso.

Por tercera vez, ¿qué es lo que somos?

Somos lo que Dios ha querido que fuésemos. El nos ha creado como ha querido,
a su capricho.

No hay respuesta a la interrogación ¿qué es lo que somos?, si se admite que
Dios existe y que somos sus criaturas.

Es Dios el que nos ha dado nuestros sentidos, nuestras facultades de
comprensión, nuestra sensibilidad, nuestro medio de percibir, de sentir, de
razonar, de actuar. El ha previsto, querido, determinado nuestras
necesidades, nuestros deseos, nuestras pasiones, nuestros temores, nuestras
esperanzas, nuestros odios, nuestros amores, nuestras aspiraciones. Toda la
máquina humana corresponde a lo que él ha querido que fuése. El ha
concebido, organizado de la cabeza a los pies el medio en el cual vivimos;
él ha preparado todas las circunstancias que, a cada instante, asaltarán
nuestra voluntad y determinarán nuestras acciones.

Ante ese Dios formidablemente armado, el hombre es irresponsable.

Aquel que no está bajo ninguna dependencia, es absolutamente libre; aquel
que está un poco bajo la dependencia de otro es un poco esclavo, sólo es
libre por la diferencia, aquel que está muy supeditado a otro es muy
esclavo, sólo es libre en lo que le resta de independiente; en fin, aquel
que está por completo bajo la dependencia de otro, es por completo esclavo y
no goza de ninguna libertad.

Si Dios existe es en esta última postura, la de esclavitud total, en la que
se encuentra el hombre con respecto a Dios, y su esclavitud es tanto más
completa cuanto mayor distancia haya entre el Amo y él.

Si Dios existe, sólo él sabe, puede, quiere; él sólo es libre; el hombre no
sabe nada, no quiere nada, no puede nada; su dependencia es absoluta.

Si Dios existe, él lo es todo; el hombre no es nada.

El hombre así mantenido en esclavitud, colocado bajo la dependencia plena y
entera de Dios, no puede tener ninguna responsabilidad.

Y si es irresponsable, no puede ser juzgado.

Todo juicio implica un castigo o una rescompensa; y los actos de un ser
irresponsable, carente de todo valor moral, no provienen de ningún juicio.

Los actos del irresponsable pueden ser útiles o perjudiciales; moralmente,
no son ni buenos ni malos, ni meritorios ni reprendibles; equitativamente no
pueden ser recompensados ni castigados.

Erigiéndose en justiciero, castigando o recompensado al hombre
irresponsable, Dios no es más que un usurpador: se arroga un derecho
arbitrario y usa de él en contra de toda justicia.

De lo que acabo de decir, saco en conclusión:

a) Que la responsabilidad del mal moral es imputable a Dios, como lo es
imputable la del mal físico.

b) Que Dios es un justiciero indigno, porque, irresponsable, el hombre no
puede ser ni recompensado ni castigado.

Duodécimo argumento: Dios viola las leyes fundamentales de equidad.

Admitamos, por un instante, que el hombre sea responsable y veremos cómo en
esta misma hipótesis la divina justicia viola las reglas más elementales de
la equidad.

Si se admite que la práctica de la justicia no puede ser ejercida sin
comportar una sanción y que el magistrado tiene por misión fijar esta
sanción, existe una regla sobre la cual el sentimiento es y debe ser
unánime: es que , del mismo modo que hay una escala de mérito y de
culpabilidad, debe de haber una escala de recompensas y castigos.

Sentado este principio, el magistrado que mejor practicará la justicia será
aquel que proporcionará más exactamente la recompensa al mérito y el castigo
a la culpabilidad; y el magistrado ideal, impecable, perfecto, será aquel
que fijará una relación de un rigor matemático entre el acto y la sanción.

Pienso que esta regla elemental de justicia es aceptada por todos.

¡Y bien! Dios, con el cielo y el infierno, desconoce esta regla, y la viola.

Cualquiera que sea el mérito del hombre, es limitado (como el hombre mismo),
y, sin embargo, la sanción de castigo, el infierno, no tiene límites, aunque
sólo fuese por su carácter de perpetuidad.

Hay pues, desproporción entre la falta y el castigo; desproporción en todas
partes. Así, pues, Dios viola las reglas fundamentales de equidad.