[Date Prev][Date Next][Thread Prev][Thread Next][Date Index][Thread Index]

[escepticos] serbia



Un interesante articulo.


El Pais Digital
Martes 27 abril 1999  

Reflexiones de un alma cándida 

FRANCISCO RUBIO LLORENTE 

Si se toma en serio, como se debe, la autorizada opinión que el señor Vargas
Llosa ofrecía hace pocos días en este periódico, se debe entender que
quienes sin ser pacifistas a ultranza, ni enemigos de la OTAN, ni
antinorteamericanos, piensan que la guerra de Kosovo es un puro disparate,
son almas cándidas. Entre ellas me cuento. Tal vez esta condición de alma
cándida, que seguramente es también la de muchos otros europeos y
norteamericanos, sea en su intención equivalente a la de los pobres de
espíritu de las bienaventuranzas, pero eso es cosa que no importa mucho ni
podría yo aclarar. En todo caso, no parece que a quienes la padecemos o la
gozamos se nos pueda negar, en razón de ella, la capacidad de pensar o la
libertad de decir lo que pensamos sobre aquello que nos atañe, y a los
españoles nos atañe directamente lo que sucede en Serbia, puesto que la
estamos bombardeando. Como también autorizadamente se ha dicho, la OTAN
somos nosotros. Nuestras razones deben ser juzgadas por lo que valen, no por
la condición de quienes las parimos.



Las mías se resumen en la idea de que quebrar el derecho en nombre de la
justicia es dar un paso atrás en la civilización, una regresión que nos
devuelve a la barbarie y en último término al imperio de la fuerza. No se
trata desde luego de puro legalismo y algún apoyo tiene esa idea en el
pensamiento occidental, desde Platón para acá, pero para evitar que se la
interprete mal, vamos a dejar de lado ahora el derecho. Como éste exigía una
decisión del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que la oposición de
Rusia y China hacía imposible, hubo que salirse de él; según parece,
necesitaremos el acuerdo o la colaboración de Rusia para salir del
berenjenal en el que nos hemos metido, lo que alienta la sospecha de que
salirse del derecho era también salirse de la realidad, pero tampoco voy a
ahondar en esa idea. Según la opinión de la que disiento, hubo que olvidar
el derecho para atender un imperioso deber de conciencia y con ello basta.

La definición del tal deber se hace por dos vías distintas: la de que para
prevenir males mayores hay que evitar que se repita el error de Múnich y
parar los pies cuanto antes a un dictador que amenaza la paz del mundo y,
sobre todo, la de que no podía la civilizada Europa tolerar por más tiempo
el trato brutal que la Serbia de Milosevic estaba dando a los albaneses de
Kosovo. Dos razones serias aunque de muy distinto peso, sobre las que hay
que reflexionar. Antes de entrar a analizarlas y para hacer posible la
reflexión, conviene sin embargo hacer algunas precisiones sobre las
circunstancias en las que la "campaña militar" (Solana dixit) se produce y
el enemigo contra el que tal campaña se dirige.



El sojuzgamiento de los albaneses de Kosovo se inicia, si no antes, a partir
del momento en el que se priva a la provincia de su autonomía, pero la
brutalidad despiadada de la que son víctimas se generaliza sólo desde la
fecha (hacia 1996) en la que el ala radical del movimiento que dirigía o
dirige Rugova decide pasar a la lucha armada y comienza la guerra civil.
Como quienes la iniciaron se apoyaban en la simpatía de los albanokosovares,
debieron prever que sus enemigos tomarían represalias contra éstos, fueran
guerrilleros o no, y alguna responsabilidad tienen también por tanto en lo
que después ha sucedido, pero tampoco voy a seguir ahora este razonamiento,
ni plantear cuestiones sobre el acierto de la decisión de lanzarse a la
lucha o sus orígenes. En una reciente entrevista concedida a este periódico,
el ministro ruso de Asuntos Exteriores afirma que la guerrilla recibió armas
de los países occidentales, pero quizás no sea ésa una información fiable.
Por venir de fuentes que no son sospechosas de albergar la menor simpatía
hacia el régimen de Milosevic, más indiscutibles parecen la de que la
guerrilla kosovar se entrenaba en Albania, que encuentro en una
"http://www.crisisweb.org"; página del International Crisis Group, o la de
que del asalto a los cuarteles de este país provienen, al menos
inicialmente, las armas que la guerrilla emplea, que leí hace algún tiempo
en un excelente artículo de Timothy Garton Ash ('Cry, the Dismembered
Country', en The New York Review of Books, 14 de enero de 1999). Todo esto
es ahora secundario. Lo que importa sobre todo recordar es que, según decía
en ese mismo artículo, cuyo autor me merece todo crédito, a fines de 1998 el
Ejército de Liberación de Kosovo ocupaba la totalidad del territorio, salvo
las ciudades y las vías de comunicación, que controlaban los serbios. La
campaña, o intervención armada, o como se la quiera llamar se ha producido
pues en apoyo de uno de los bandos de una guerra civil, y más precisamente
de una guerra civil en la que no se enfrentan dos ideologías, sino dos
nacionalismos. Uno, el de los serbios, que pretende mantener a Kosovo dentro
de Serbia y otro, el de los albaneses, cuyo único objetivo es la
independencia porque, según testimonios recogidos por el mismo Garton Ash,
lo que los separa de los serbios no es, como en el caso de los bosnios, sólo
la religión, sino también la raza.


Establecidas las circunstancias de la intervención, poco esfuerzo requiere
precisar cuál es el enemigo real con el que nos enfrentamos. Milosevic es
seguramente un dictador abominable; tan abominable quizás como lo fue Hitler
en su día, pero ni la Segunda Guerra Mundial se hizo contra Hitler, sino
contra el torvo nacionalismo alemán que él alentaba y encarnaba, ni la
guerra contra Serbia se hace contra Milosevic, sino contra el nacionalismo
serbio. Su objetivo real no es sólo el de lograr la caída de Milosevic y la
instauración de la democracia, sino también que esta democracia no esté
dominada por un nacionalismo virulento. Cosa no fácil de lograr mediante la
guerra, que siempre ha sido más útil para fomentar el nacionalismo que para
atenuarlo y casi imposible cuando esa guerra se hace en ayuda de otro
nacionalismo apenas menos radical, aunque quizás menos agresivo. Y ahora ya
vamos con las dos formulaciones del deber que nos ha impuesto la
intervención al margen del derecho.


La primera de ellas tiene poca consistencia. El argumento basado en la
necesidad de no cometer frente a Milosevic el mismo error en el que
Chamberlain y Daladier incurrieron frente a Hitler, adolece de la debilidad
propia de todos los argumentos analógicos. Sea cual sea el parecido entre la
personalidad de Milosevic y la de Hitler, o entre el nacionalismo de aquél y
el nacionalsocialismo, es claro que ni Serbia es Alemania ni se ha
anexionado hasta ahora ningún Estado soberano. Para perfilar más el
argumento, el error al que ahora habría que referirse, para no repetirlo, no
debería ser el del episodio de Múnich, sino el de la no intervención de las
potencias occidentales en nuestra propia guerra civil, algo que no sé si hoy
todavía ven como un error los respectivos Gobiernos, incluido el nuestro.


El argumento fuerte es el segundo, el de la necesidad moral de poner coto a
la barbarie. Transferir al comportamiento de los Estados las obligaciones
que las normas morales imponen a la conciencia de los individuos no es cosa
fácil. Hasta donde sé, aquellos autores que defienden la necesidad de
incluir como objetivo de la política exterior propia la de asegurar el
respeto a los derechos humanos por parte de los demás Estados, que no son
muchos, no sostienen que este deber les obligue a emplear las armas para
forzarlos a que lo hagan. Ni siquiera que los autorice a ello cuando actúan
a título individual o colectivo, pero no por mandato del Consejo de
Seguridad. Demos por bueno, sin embargo, que ese deber moral afecta del
mismo modo a los Estados que a los individuos, y que para servirlo pueden
acudir a la violencia cuando, en una situación de fuerza mayor, sólo
mediante ella se puede impedir un daño grave, propio o ajeno. Pero si para
justificar el uso de la fuerza se equipara la (inexistente) conciencia
estatal a la individual, hay que llevar el razonamiento hasta el final con
todas sus consecuencias y aceptar que ese uso sólo se justifica cuando los
medios utilizados son racionalmente necesarios para conseguir el fin que se
busca, y el mal causado con su empleo no es mayor que el que se trataba de
evitar. Los términos son los que nuestro Código Penal usa para definir la
exención de responsabilidad, pero creo que cabe apelar a ellos sin incurrir
en legalismo: son también los que servían a Suárez para establecer las
condiciones de la guerra justa. El lector puede juzgar, a partir de la
información que desde hace semanas nos da la prensa, si se cumple o no la
segunda de esas condiciones. Si no es así, y algunos motivos hay para
pensarlo, es obvio que tampoco la primera se cumplirá, pues en este caso
ambas se implican. Es muy posible que la continuación de la presión política
y económica sobre el Gobierno serbio no hubiese puesto coto a asesinatos y
deportaciones, pero tampoco hay razones para pensar que los hubiese
intensificado hasta las dimensiones estremecedoras que con la guerra han
alcanzado. Las cuidadosas precauciones, no siempre coronadas por el éxito,
que al parecer se adoptan para que las bombas lanzadas no maten a mucha
gente, resultan de una hipocresía grotesca cuando se las compara con la
despreocupada decisión que llevó a lanzarlas sin calcular la reacción
previsible de quienes, no pudiéndose defender contra las bombas, se
sentirían tentados de ensañarse contra los supuestos beneficiarios de su
lanzamiento. Mejor hubiera sido, en definitiva, seguir lamentando nuestra
impotencia para frenar la barbarie que sacrificar a la necesidad de frenar
al bárbaro las vidas de cientos de miles de nuevas víctimas.


Cometido el error, hay que ponerle término cuanto antes, para lo que hay que
resolver problemas cuya simple enumeración exigiría al menos otro artículo.
Para concluir éste me limitaré a subrayar que entre las muchas
consideraciones a tener en cuenta para poner fin al disparate en el que
vivimos, la única que no debería incluirse es la que, sin embargo, con más
insistencia se repite. La OTAN saldrá como salga de esta aventura, pero las
altas razones morales invocadas para acometerla quedarían definitivamente
aniquiladas si resulta que, al final, lo único que importa es defendella y
no enmendalla.

Francisco Rubio Llorente es catedrático de Derecho Constitucional.