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[escepticos] El Infierno
Saludos a todos.
Os remito un artículo del catedrático de historia de la
Universidad de Zaragoza Guillermo Fatás publicado hoy en
el Heraldo de Aragón.
Eduardo Giménez González
Ebardo en ciudadrobot.com
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Heraldo de Aragón. Miércoles, 8 de septiembre de 1999
EL INFIERNO Guillermo Fatás
El infierno de los condenados será como ahora
recuerda a los fieles el papa Juan Pablo II, pero, contra lo
que vamos a acabar pensando, ha sido largamente defendido de
otra manera tal y como ha creído durante centurias la mayor
parte de los cristianos. Y, eso, según enseñanzas no sólo
"populares" o poco autorizadas, sino perfectamente oficiales
de la Iglesia. No son fábulas del oscuro tiempo medieval,
tal y como hoy se lo imagina un curioso poco ilustrado.
Tomás de Aquino no era precisamente un ignorante.
El Infierno, con mayúscula y por antonomasia (la Iglesia ha
ensañado largo tiempo la existencia de cuatro diferentes),
queda últimamente definido en el siglo XVI, por el
importantísimo Concilio de Trento, de una forma que no ha
sido redefinida conciliarmente hasta bien entrado el siglo
XX. Es un lugar físico y verdadero, donde las almas de los
condenados y, a partir de otro momento, sus cuerpos
resurrectos y sentenciados culpables, padecen penas
terribles, no sólo espirituales, sino sensoriales. El
Concilio de Trento, tras definir estas cosas, quiso
divulgarlas y redactó, para ello, un catecismo parroquial
que mandó traducir del inasequible latín a las lenguas
vulgares, para que fuese conocida por todos una versión
sencilla de la doctrina sinodal. En España, la Iglesia
desoyó el encargo, si no yerro, por más de dos siglos y sólo
en 1761, tras mandato del papa, y luego santo, Pío V, se
editó en español el "Catecismo del Santo Concilio de Trento
para los párrocos", en traducción del dominico Agustín
Zorita, amparada por el rey de España, que ordenó su
reiterada impresión. En los cuatro siglos siguientes al
sínodo tridentino, de tal doctrina oficialísima, y no
apócrifa ni popular, ha venido lo que la gente cree. El
Infierno con demonios, fuego y castigos físicos no es fruto
de fábulas medievales y oscurantistas, ni de glosas
infantilizadas a la Escritura que las "buenas gentes",
socorrido argumento, hayan ideado más o menos por su cuenta,
ante la paternal pasividad de quienes sabían más del asunto.
Sobre el Infierno ha habido doctrina precisa,
expuesta con detalle y, tras largos siglos de vigencia,
asentada por instruidos padres conciliares durante el
Renacimiento, reiterada y glosada en el Barroco por
eclesiásticos sumamente letrados y, también, durante la
Ilustración, en cuyo decurso se traduce al español dicho
catecismo. Y, así, hasta nuestros días. No son consejas ni
relatos creados por beatas o por prestes de imaginación
calenturienta, que construyen un horror pintoresco para el
gobierno doméstico o de su feligresía. El Infierno de la
ortodoxia medieval, renacentista, barroca, ilustrada,
neoclásica o moderna del catecismo es (Trento dixit) "un
calabozo horrible y muy obscuro, donde con fuego perpetuo
que nunca se apagará, son atormentadas las almas de los
condenados, junto con los Demonios". Esto es algo que cada
párroco debía saber y explicar, "y con tanto mayor cuidado y
frecuencia (...) cuanto que hemos caído en tiempo en que los
hombres no sufren (aceptan) la doctrina sana". En el
Infierno hay, o había penas de daño y de sentido. Éstas
últimas se perciben "con los sentidos del cuerpo: como los
azotes, heridas o cualquier otro género de castigos más
graves. Entre éstos no se puede dudar que los tormentos del
fuego causan un dolor sumamente sensible" (es decir,
perceptible por los sentidos corporales). Castigos sin fin,
inextinguibles, de los que ya dudaron (sin fortuna), entre
los primeros cristianos, pensadores como Orígenes o Gregorio
de Nisa, incapaces de cohonestar la existencia de tales
horrores con la de un Dios paradigma de amor. Los teólogos
de hoy postulan más bien la existencia del Infierno de las
penas de daño, anímicas... pero con una puerta tan estrecha
que es improbable que apenas nadie entre por ella, pues
apenas conciben maldad humana merecedora de tal eternidad.
Así y todo, el catecismo oficial vigente dice que la
separación de Dios es la pena "principal" del Infierno. De
forma que habrá otras más, en cuyo detalle no se entra.
Me irrita el argumento consabido: si no se hubiera
descrito el Infierno, ¿cómo lo hubieran entendido las
famosas "buenas gentes"? Pero a idénticos "ignorantes" se
les ofrecía un desabilísimo Paraíso en donde no había
satisfacciones corporales notorias, sensoriales: nada de
huríes ni banquetes deleitosos, sin premios cuyo símil
didáctico más común era el casi enteramente espiritual de la
música. Bastaba con la fruición directa de Dios y se
suponía que eso sí eran capaces de apreciarlo como premio
insuperable, aunque fuera una concepción mucho más elaborada
y menos grosera que la del castigo infernal. El Infierno
del Dante o el de mi infancia, el de la inmensa mayoría de
los púlpitos y solios durante la mayor parte del tiempo ha
sido materialista, grosero, pintoresco, muy verosímil (a
juzgar por los efectos), y sobre todo, completamente
oficial, ortodoxo y formalmente definido. Que ahora
empiecen a prevalecer (no a existir, claro) otras
explicaciones es cosa diferente. Pero es más doloroso haber
predicado durante centenios ese terror infinito a un número
incontable de creyentes que haber condenado a Galileo a
desdecirse de la verdad.
Porque, al fin y al cabo, él fue uno sólo. Casi
nadie se enteró del precio que su razón pagó a la santa
obediencia.
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