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[escepticos] La plasta del milenio



    Bueno pues me permito una vez más remitiros un artículo de opinión
del genial Antonio Muñoz Molina.
    Espero que os guste.
    Porr cierto que el País Semanal de este domingo no tiene
desperdicio. Junto a este artículo han aparecido publicados un
reportaje sobre  la vida de Arthur C. Clarke y otro excelente sobre la
"posible" figura de Jesucristo.

Saludos escéptico-arpíos desde Bilbao.-((:.¬v))))
P.Hecorata: Lo de los bomboncitos del día, estimado Sr. Navarro, me da
a mí que es como lo de aquel galán que se regalaba flores a sí mismo
con el fin de aumentar su caché.
    De todos modos siga reenviándonoslas que aunque solo sean el
envoltorio siempre queda pegado algo de chocolate dentro.
    Por mi parte le aseguro que pasaré la lengua.

EL PAIS SEMANAL
Número 1.212. Domingo 19 de diciembre de 1.999

LA VIDA POR DELANTE

[ANTONIO  MUÑOZ  MOLINA]

La plasta del milenio

Sin duda alguna, uno de los mayores factores de desastre en el final
de año y de siglo van a ser todas las profecías sobre el célebre
efecto 2000, todos los informes más o menos técnicos y los augurios
milenaristas a los que nos vuelve tan vulnerables nuestra debilidad
mental. El efecto 2000 tiene tanto éxito informativo porque permite
juntar dos fascinaciones que deberían ser incompatibles: la de la
tecnología y la de la brujería. Nos fascina y nos da miedo el progreso
científico, pero parece que aun las personas adultas y normalmente
constituidas son propensas a creer en adivinos y echadores de cartas,
de modo que hay gente que después de manejar con fluidez admirable una
poderosa computadora o de disfrutar las ventajas de un diagnóstico
establecido gracias a la ecografía o a la resonancia magnética, se va
a que le hagan la carta astral y no encuentra contradicción alguna
entre esas dos formas de conocimiento.

El efecto 2000 es la versión tecnológica de los terrores que según
decían asolaron Europa en vísperas del año 1000, cuando muchedumbres
despavoridas se entregaban lo mismo al pillaje que a la penitencia
extrema creyendo que se acercaba el fin del mundo. Ahora nos hemos
librado del miedo a las trompetas del Juicio Final, y hasta el Papa ha
explicado que no hay que tomarse al pie de la letra aquellos castigos
infernales con que nos amenazaban de niños los buenos curas de
nuestras parroquias y escuelas, pero la decadencia de los dogmas
católicos no ha traído consigo un progreso verdadero de la
racionalidad. Como decía Chesterton, se deja de creer en Dios y se es
capaz de creer en cualquier cosa.

Por más vueltas que le doy, no veo el motivo de celebrar con tanto
bombo una fecha redonda, que además, en estos tiempos de
multiculturalismos oficiales, tiene un carácter más bien local, porque
para la inmensa mayoría de la población humana esas cifras, tan
mágicas para nosotros, no significan nada: ni para los musulmanes, ni
para los chinos, ni para los hinduistas, los budistas o los judíos se
acabará el siglo ni el milenio al final de este mes. Estábamos
presentando no hace mucho el inagotable, el maravilloso diccionario de
uso del español dirigido por Manuel Seco, y un periodista preguntó muy
seriamente:

-¿Creen ustedes que éste va ser el último gran diccionario del
milenio?

Faltando apenas meses para el final de dicho milenio no parecía
arriesgado profetizar que sí. Dentro de nada se acaba, por fortuna, la
plasta sobre los últimos acontecimientos, películas, libros y
prodigios del milenio, pero inmediatamente después, el mismo día 1 de
enero, empezará la murga correspondiente con el nuevo milenio. Habrá
quien arrastre ese día la primera resaca del milenio, y también quien
sufra el desaliento de comprobar que nada cambia con el salto de
fechas, que no ha habido ni fin del mundo ni más prodigios celestes
que los fuegos de artificio organizados por las autoridades.

No hay vuelta de hoja: la racionalidad es decepción, y por eso tiene
tan pocos partidarios reales como la democracia, por poner el ejemplo
de otro sistema que no promete el paraíso ni incluye la posibilidad
del milagro. La racionalidad no es la pretensión soberbia de
explicarlo todo mediante los recursos de la inteligencia humana, sino
el convencimiento de que hay cosas que podemos conocer mediante la
observación, el raciocinio y la experiencia acumulada, y que, por
tanto, hay limites muy graves para nuestras certezas, que están
siempre sometidas a un escrutinio que tal vez las corregirá o las
desmentirá. Ni la racionalidad ni la democracia nos sirven para
satisfacer algunas de nuestras pasiones más poderosas, la de creer
ciegamente o la de imaginarnos superiores a otros, la de atribuir la
culpa de nuestras desgracias no a nuestros errores, sino a una
conjunción de astros o a la maldad de un enemigo. La racionalidad y la
democracia nos dejan en el relativo desamparo de no tener una fe que
nos despeje todas las incertidumbres, ni un paraíso, ni un partido ni
una patria que justifiquen nuestras vidas y si hace falta la crueldad
sanguinaria de nuestros actos.

No es raro que tenga tanto un hechizo tan poderoso la tentación de
cualquier clase de milenarismo, sobre todo si a las tenebrosidades
medievales se le añaden unas dosis de resplandor tecnológico. Internet
es un adelanto magnífico de la tecnología, pero también un vehículo de
los más venenosos disparates del irracionalismo y la brujería. Siempre
me acuerdo de algo que leí en un reportaje sobre los astronautas rusos
de la estación espacial Mir: usaban sobre todo sus avanzadísimos
sistemas de comunicación con la Tierra para consultar a sus
respectivas videntes.

Nota: En el primer párrafo he sustituido la palabra ecología por
ecografía dado que el sentido de la frase me induce a pensar en una
posible errata tipográfica.