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[escepticos] El Toro y el Pollo y ahora les toca a los chechenos.



    Bueno, el presente artículo salió publicado en el País Semanal de fecha 26 de Septiembre de 1999.
    Espero que os sea de interés y que reavive una línea de discusión sobre la posible necesidad de ciertos
sacrificios.

Saludos escépticos desde Bilbao.-((:.¬v))))
P.Data1: Ante todo expresar mi complacencia por el regreso de su viaje con el Inserso de la Seña Portera del
Mercader.
P.Data2: Mostrar mi extrañeza por el hecho de que hasta la fecha nadie haya realizado ninguna alusión a lo que
está aconteciendo ahora en Chechenia. ¿Tendrá que ver este hecho con que la prensa y los medios de comunicación
estén dando bastante menos la vara que cuando la proeza la realizó la OTAN en Kosovo? ¿Tendremos en la Corrala
el famoso efecto espejo mediático?


LA VIDA POR DELANTE*
ANTONIO MUNOZ MOLINA
TORO Y El POLLO

El dramaturgo o director teatral Salvador Távora ha montado en cólera porque el Gobierno catalán parece que no
le dejaba que se matara a un toro en unas representaciones de su montaje sobre Carmen, obra en la que según he
oído se concentran algunas de las esencias más hondas de Andalucía, entre ellas la tauromaquia, la Semana Santa
y creo que también ese mito ya algo sobado de la mujer que antes se llamaba "de rompe y rasga", esa Carmen tan
española que es un invento de saldo del romanticismo francés, como casi todos los mitos de la españolidad o la
andalucidad. A Távora, con la irritación, se ve que se le han encendido la manía persecutoria y la egolatría, y
anda diciendo que la prohibición de matar a un toro en el espectáculo es un atentado contra la cultura
andaluza, un acto, para repetir sus palabras, "antiandaluz y antiespañol", y además una ofensa no ya a él, sino
a un millón de andaluces.
A mí esta cifra es lo que me ha llamado la atención. A Távora todo el mundo le reconoce su habilidad para
desentrañar las autenticidades más eternas de Andalucía (muchas de ellas, ya digo, inventadas en Francia hace
más o menos siglo y medio), pero hasta ahora no se sabía que en esas dotes de visionario se incluyera también
la clarividencia estadística. Que a un señor le prohiban que se mate a un toro en una función teatral es un
problema de orden administrativo: que esa prohibición se convierta de pronto en una ofensa nada menos que a un
millón de andaluces casi alcanza el rango de un conflicto diplomático, de uno de esos agravios que acaban
otorgando el prestigio de la persecución y de la herida colectiva a quienes se sienten afectados por ellos. El
contratiempo de un particular se convierte en insulto a lo más sagrado, a lo más inatacable, la identidad o la
cultura de un pueblo. Esto tiene la ventaja, lo mismo en el teatro que en la política, de constituir un seguro
contra toda crítica: quien me ataca a mí, quien tiene la osadía de importunarme o de ponerme en duda, está
agrediendo a todos los míos.
Lo que no acabo de entender es en virtud de qué principios aritméticos ha deducido Távora que los andaluces
ofendidos por la Generalitat son sólo un millón. ¿Por qué no dos, o seis, o todos los que hemos nacido en
Andalucía? Personalmente, me gustaría no ser incluido entre los quejumbrosos receptores del agravio. Quizá por
una incurable deformación genética, y aunque mis ocho apellidos, en el caso de que los investigara, seguramente
pueden circunscribirse a una comarca diminuta de la provincia de Jaén, ni la Semana Santa ni la Virgen del
Rocío ni los toros ni el rejoneo me apasionan con la vehemencia que acaso sería deseable. Personas de mucha
inteligencia y capacidad de apreciación de las artes me aseguran que en las plazas de toros puede contemplarse
un espectáculo sublime, pero las pocas veces que he visto una corrida he sentido sobre todo un gran
aburrimiento entrecortado por fases de disgusto ante la lenta y roma crueldad con que se prolongaba la agonía
de un animal vencido, ensangrentado y jadeante.
Pero no creo que sea, como dice Távora, un prejuicio antiandaluz, antiespañol, antitaurino. Una vez, hace años,
me vi en la luctuosa obligación profesional de asistir a un espectáculo de la más avanzada vanguardia teatral
holandesa, cuyo máximo atractivo, resaltado en el programa, era que se mataba, se asaba y se comía un pollo en
escena. Los actores gesticulaban y discutían en holandés, y en un momento dado, cuando el pollo aparecía
asustado y dubitativo en el escenario, sus cacareos eran lo más comprensible que se había escuchado hasta
entonces, y el pobre pollo era el único personaje al que uno le tomaba simpatía. No ignoro que hay personas
para las que una función de ultravanguardia holandesa en holandés y sin subtítulos es una experiencia tan
arrebatadora como la de un montaje con tambores y trompetas de Salvador Távora, pero a mí la ejecución en
escena de aquel pollo me provocó unas nauseas acentuadas luego por el olor de su grasa mientras se asaba y por,
los diversos ruidos holandeses de masticación y deglución con los que alcanzó la obra su punto culminante
¿Era imprescindible el pollo real, o habría sido lo mismo un pollo de plástico, o de cartón, como el toro que
le dijeron a Távora que se debía lidiar para que su espectáculo fuera, autorizado? ¿Tendría el sacrificio del
pollo, como el del toro, un significado mítico o telúrico? Pero mejor no sigo especulando, no vaya a acusarme
de insultos a la cultura holandesa, al pueblo holandés.