Yo recuerdo haber pasado mi época de creyente,
aunque era muy joven.
Estudie en una escuela de curas, pero la presión
que hacían se limitaba a conseguir que diera por hecho que era verdad lo que
decían, pero sin que me parara a pensarlo ni a sufrirlo en nigún
momento.
Pero llegué a la edad en que tocaba hacer la
primera comunión. Ni se planteó una duda en la familia, a pesar que mis padres
distaban mucho de ser católicos y aún estaban más lejos de practicar. En aquel
momento tenían una especie de fe extraña, rozando la superstición poco
elaborada, que sólo se manifestaba en fechas señaladas. Mi padre, ni eso,
simplemente pasaba. Pero tampoco eran militantes contrarios a ninguna creencia,
con lo que se limitaron a hacer "lo normal".
La "preparación" para recibir la primera comunión
consistió en una "catequesis" dedicada casi exclusivamente a repasar el
catálogo de horribles pecados que se pueden llegar a cometer y los terribles
castigos que conllevan de manera necesaria e inevitable, porque los aplica un
barbudo que lo ve todo. Usaban hasta pases de diapositivas... Tenía yo alrededor
de 9 años. Mi hermana, como era más pequeña, ni se enteraba, pero yo tragué como
una oca de las de hacer foie. Incluso aprendí a rebuscar en mi comportamiento
infantil para localizar algún acto que pudiera calificarse de pecado y me
permitiera cumplir con el deber ineludible de la confesión.
El resultado es que, durante la preparación y
después de recibir en mi cuerpo por primera vez la bendición de la eucaristía
con fiesta, reloj, disfraz de almirante y libro de color blanco incluídos,
incluso asistía, cada mañana de domingo, a la misa que se celebraba en una
pequeña capilla cercana a ni casa.
Pasó un tiempo que calculo de aproximadamente dos
meses. Luego, puesto que el ejemplo que recibía en casa no era especialmente
motivador y que el tiempo me ayudó a distanciarme de la comida de coco, un buen
día dejé de asistir a misa.
Al cabo de dos o tres semanas de no asistir, tuve
una fuerte crisis de remordimientos, de pánico. Me desperté en medio de la noche
y atiné que estaba en pecado mortal. No había ido a misa. Por tanto, si moría en
aquel instante, iría directamente al ardiente infierno. El rumor cadencioso de
unos bichos que estaban devorando los muebles de mi habitación ("corcs", no
recuerdo el nombre de estos animales en castellano) se convirtió, para mi
horror, en el sonido que representaba el reloj del paso de mi tiempo vital. Si
los bichos llegan a dejar de comer, me pegan un susto de muerte, y nunca
mejor dicho. Sudaba, temblaba y rezaba para que Dios me permitiera, simplemente,
llegar con vida al día siguiente para tener la oportunidad de salvar mi alma
mediante una oportuna confesión. Si llega a haber un servicio de urgencias de
sacramentos, de verdad que hubiera llamado.
Finalmente, después de unos momentos que se
hicieron eternos, me venció el sueño. Al día siguiente, estaba absolutamente
tranquilo. Ya no tenía necesidad de confesarme. Más que una crisis de pánico
parecía que hubiera pasado un síndrme de abstinencia. Me encontraba bien y
tranquilo, con apenas una sombra del terror que había sentido y con la sensación
de que no había para tanto. Como soy de natural vago e inconstante, aún sin
planteármelo explícitamente, incumplí una por una todas las promesas de
penitencia que había realizado de manera tan fervorosa la noche anterior para
aplacar la ira de Dios.
Días después, contemplaba a mi abuela. Era una
persona bondadosa y de carácter dulce. Una persona entregada a los demás y que
nunca había tenido un choque con nadie, una persona absolutamente carente de
vanidad y de ira. Reparé en que ella no asistía jamás a misa ni entonaba ni
una oración. Por tanto, según me habían dicho, su destino era un castigo divino
eterno y doloroso. No podía ser. O me mentían cuando decían que Dios era
bondadoso, o cuando sostenían que lo veía todo. O bien me mentían cuando me
hablaban de pecados.
Perdí, pues, la fe en la iglesia católica, de
golpe. Pensaba, entonces, sí existia un Dios, pero los curas no tenían ni la mas
remota idea de lo que era.
Posteriormente, empecé a pensar que no sabía si
había un Dios. Después, empecé a darme cuenta que no me importaba saber si
existía o no. Finalmente, me di cuenta de que no lo necesitaba para nada, y este
fué el paso decisivo para decidir que, simplemente, no hay.
También me ayudó un cura que daba clases en la
escuela que sostenía que los enfermos del Cottolengo del Padre Alegre estaban en
su triste situación como consecuencia directa de haberse excedido en la práctica
onanista. Eso ya fué demasiado para mi. El muy bruto nos quería llevar de
excursión para que viéramos con nuestros propios ojos "los horribles efectos de
la masturbación". Estaba loco, era un enfermo peligroso.
Con el tiempo, estos recuerdos además de otras
experiencias posteriores (en la carne de otros), me han ido vacunando contra
todo intento de hacerme creer sin explicar nada, de las "verdades" que son
enunciados sin argumentación. Y también me han llevado a una militancia ética en
contra de todo intento de dominar la voluntad de los demás a través de memeces
sin base y de actuar sobre los resortes emocionales del ser humano. Y,
sobretodo, a tomar la razón y la lógica como los remedios contra los brujos,
como el único patrimonio realmente valioso del ser humano para entender algo de
su existencia. Aunque sea para aceptar que no se puede entender todo y que no
importa. Para preferir no tener ninguna explicación a tomar cualquier estupidez
como la verdad. Y a que esta falta de explicaciones no debe crear una sensación
de vacío o incertidumbre, sino al revés. Y es que quizas, en algunos campos sólo
existen las preguntas mal formuladas y jamás habrá respuestas, ni falta que nos
hace.
En cuanto al temor que alguien pueda ser cáustico
contigo, visto tu escrito, para hacer algo así no es necesario ser escéptico,
sino un verdadero capullo. Es más fácil que un creyente convencido de la
absoluta veracidad de su fe, sea la que sea, se burlara de tí por haber
considerado algo que escapa de la absoluta verdad de la que él y sus
correligionarios están convencidos de estar en posesión. Y es que esos no
entienden la duda.
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