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[escepticos] Eco medio largo



Apareció publicado hoy en el diario Argentino Clarín, original en
italiano en el diario La República.

Me ha gustado, me he sentido identificado con mucho de lo que leí, en
el peor de los casos algunas, pocas ideas, me resultaron indiferentes,
y me parece que le faltó decir muy poco.

Sobre eso último, el tema del tiempo, ¿tendremos el suficiente?,
asumiendo que hubiera interés y consenso en llevar adelante ideas como
estas.

Saludos
Alberto Villa

Arículo de Humberto Eco "Guerra santa, pasión y razón"
Para sugerir su lectura sin enviar ver en www.clarin.com.ar (Ir a
Suplementos y una vez allí buscar "Zona")

Que alguien, en estos días, haya pronunciado palabras inoportunas
sobre la superioridad de la cultura occidental, sería un hecho
secundario. Es secundario que alguien diga una cosa que considera
justa pero en el momento equivocado, y es secundario que alguien crea
en una cosa injusta o incluso equivocada, porque el mundo está lleno
de gente que cree en cosas injustas y equivocadas, incluido un señor
que se llama Bin Laden, que posiblemente sea más rico que nuestro
presidente del Consejo y estudió en las mejores universidades. Lo que
no es secundario y que debe preocuparnos un poco a todos, políticos,
líderes, religiosos, educadores, es que ciertas expresiones, o llegado
el caso, artículos enteros y apasionados que de alguna manera las
legitimaron, pasen a ser materia de discusión general, ocupen la mente
de los jóvenes y puedan llegar a inducirlos a sacar conclusiones
pasionales dictadas por la emoción del momento. Me preocupan los
jóvenes porque, en definitiva, a los viejos, la cabeza ya no les
cambia. Todas las guerras de religión que ensangrentaron al mundo
durante siglos nacieron de adhesiones pasionales a contraposiciones
simplistas, como Nosotros y los Otros, buenos y malos, blancos y
negros. Si la cultura occidental demostró ser fecunda es porque se
esforzó por "eliminar", a la luz de la investigación y el espíritu
crítico, las simplificaciones nocivas.

Naturalmente, no lo hizo siempre, porque forman parte de la historia
de la cultura occidental también Hitler, que quemaba los libros,
condenaba al arte "degenerado", mataba a los que pertenecían a las
razas "inferiores", o el fascismo que me enseñaba en la escuela a
recitar "Dios maldiga a los ingleses", porque eran "el pueblo de las
cinco comidas" y por ende glotones inferiores al italiano parco y
espartano.

Son, no obstante, los mejores aspectos de nuestra cultura los que
debemos discutir con los jóvenes, y de cualquier color, si no queremos
que caigan nuevas torres también en los días que vivirán después de
nosotros.

Un elemento de confusión es que a menudo no se logra captar la
diferencia entre la identificación con las propias raíces, comprender
a quienes tienen otras raíces y juzgar lo que está bien y o mal. En
cuanto a las raíces, si me preguntaran si preferiría pasar mis años de
jubilado en un pueblito de Monferrato, en el majestuoso marco del
parque nacional del Abruzzo o en las suaves colinas de Siena, elegiría
Monferrato. Pero eso no implica que considere a las otras regiones
italianas inferiores al Piamonte. Por consiguiente, si con sus
palabras, el presidente del Consejo quería decir que prefiere vivir en
Arcore antes que en Kabul, y hacerse atender en un hospital milanés
antes que en uno de Bagdad, estaría dispuesto a apoyar su opinión. Y
eso aunque me dijeran que en Bagdad instalaron el hospital mejor
equipado del mundo: en Milán me hallaría más en mi casa, y eso
influiría incluso sobre mis capacidades de recuperación. (...)

Pasemos ahora al enfrentamiento de civilizaciones, porque ése es el
punto. Occidente, aunque más no sea, y en muchos casos lo es, por
razones de expansión económica, ha sido curioso respecto de las otras
civilizaciones. Muchas veces las liquidó con desprecio; los griegos
llamaban bárbaros, es decir, balbucientes, a quienes no hablaban su
idioma y por lo tanto era como si en realidad no hablaran. Pero
griegos más maduros, como los historiadores (quizá porque algunos de
ellos eran de origen fenicio) muy pronto advirtieron que los bárbaros
usaban palabras distintas de las griegas, pero se referían a los
mismos pensamientos. Marco Polo trató de describir con gran respeto
usos y costumbres chinos, los grandes maestros de la teología
cristiana medieval se esforzaban por conseguir que les tradujeran los
textos de los filósofos, médicos y astrólogos árabes, los hombres del
Renacimiento exageraron incluso en su intento de recuperar sabidurías
orientales perdidas, desde los Caldeos a los egipcios, Montesquieu
intentó comprender cómo podía ver un persa a los franceses, y
antropólogos modernos llevaron a cabo sus primeros estudios sobre las
relaciones de los salesianos, que se acercaban sin duda a los Bororo
para convertirlos, en lo posible, pero también para comprender cuál
era su forma de pensar y de vivir, recordando quizá que los misioneros
de siglos anteriores no habían podido comprender a las civilizaciones
amerindias y alentaron su exterminio.

Mencioné a los antropólogos. No digo nada nuevo si recuerdo que, desde
mediados del siglo XIX en adelante, la antropología cultural se
desarrolló como un intento por cicatrizar el remordimiento de
Occidente en relación con los Otros, y especialmente los Otros que
eran definidos como salvajes, sociedades sin historia, pueblos
primitivos. Occidente no había sido tierno con los salvajes: los había
"descubierto", había intentado evangelizarlos, los había explotado, a
muchos los había reducido a la esclavitud, entre otras cosas, con la
ayuda de los árabes, ya que los barcos de los esclavos eran
descargados en New Orleans por hidalgos de origen francés, pero
estibados en las costas africanas por traficantes musulmanes.(...)

La verdadera lección que debe extraerse de la antropología cultural es
más bien que, para decir si una cultura es superior a otra, es
necesario establecer parámetros. Una cosa es decir qué es una cultura
y otra decir en base a qué parámetros la juzgamos. Una cultura puede
describirse de un modo pasablemente objetivo: estas personas se
comportan así, creen en los espíritus o en una divinidad única que
invade toda la naturaleza, se unen en clanes parentales según
determinadas reglas, consideran bello perforarse la nariz con anillos,
consideran impura la carne de cerdo, se circuncidan, crían perros para
cocinarlos los días festivos o, como todavía dicen los estadounidenses
de los franceses, comen ranas. El antropólogo, obviamente, sabe que la
objetividad siempre entra en crisis debido a numerosos factores. (...)

No obstante, haciendo una tala de todos los malentendidos posibles de
una cultura Otra se puede obtener una descripción bastante "neutra".

Los parámetros de juicio son otra cosa, dependen de nuestras raíces,
de nuestras preferencias, de nuestros hábitos, de nuestras pasiones,
de nuestro sistema de valores. Pongamos un ejemplo. ¿Consideramos que
alargar la vida media de cuarenta a ochenta años es un valor? Yo
personalmente creo que sí, pero muchos místicos podrían decirme que,
entre un crápula que tira ochenta años y un san Luis Gonzaga que tira
veintitrés, el segundo es el que tuvo una vida más plena. Pero
admitamos que la extensión de la vida es un valor: si es así, la
medicina y la ciencia occidental son ciertamente superiores a muchos
otros saberes y prácticas médicos. ¿Creemos que el desarrollo
tecnológico, la expansión de los intercambios comerciales, la rapidez
del transporte, son un valor? Muchísimos lo creen así, y tienen
derecho a juzgar superior nuestra civilización tecnológica. Pero, en
el seno mismo del mundo occidental, hay quienes consideran como un
valor primordial una vida en armonía con un ambiente incorrupto, y
entonces están dispuestos a renunciar a los aviones, los autos, las
heladeras, para trenzar mimbres y moverse a pie de pueblo en pueblo,
con tal de no tener el agujero de ozono. Ya ven que para definir una
cultura mejor que otra, no basta con describirla (como hace el
antropólogo) sino que es necesario recurrir a un sistema de valores
que consideremos irrenunciables. Sólo en ese punto podemos decir que
nuestra cultura, para nosotros, es mejor.

En estos días asistimos a varias defensas de culturas diferentes en
base a parámetros discutibles. Justamente, el otro día leía una carta
a un gran diario donde se preguntaba sarcásticamente cómo era posible
que los premios Nobel fueran siempre para occidentales y no para
orientales. Dejando de lado el hecho de que se trataba de un ignorante
que no sabía cuántos premios Nobel de Literatura fueron conferidos a
personas de piel negra y a grandes escritores islámicos, dejando de
lado que el premio Nobel de Física de 1979 fue para un pakistaní que
se llama Abdus Salam, afirmar que reconocimientos para la ciencia
recaen naturalmente en quienes trabajan en el ámbito de la ciencia
occidental es descubrir la pólvora, porque nadie ha puesto nunca en
duda que la ciencia y la tecnología occidentales están hoy en la
vanguardia. ¿En la vanguardia de qué? De la ciencia y la tecnología.
¿Cuán absoluto es el parámetro del desarrollo tecnológico? Pakistán
tiene la bomba atómica e Italia no. ¿Entonces, somos una civilización
inferior? ¿Es mejor vivir en Islamabad que en Arcore? Los defensores
del diálogo nos instan a respetar el mundo islámico recordando que dio
hombres como Avicena y Averroes. Nos recuerdan que los árabes de
España cultivaban la geografía, la astronomía, la matemática o la
medicina cuando en el mundo cristiano estaban mucho más atrasados.
Todas cosas absolutamente verdaderas, pero esos no son argumentos,
porque razonando así habría que decir que Vinci, noble comuna toscana,
es superior a Nueva York, porque mientras en Vinci nacía Leonardo en
Manhattan cuatro indios esperaban sentados en el suelo más de ciento
cincuenta años a que llegaran los holandeses para comprarles toda la
península por veinticuatro dólares. Y en cambio, sin ánimo de ofender
a nadie, hoy el centro del mundo es Nueva York y no Vinci. Las cosas
cambian. No sirve recordar que los árabes de España eran bastante
tolerantes con cristianos y judíos en tanto que entre nosotros se
atacaban los ghettos, que Saladino, cuando reconquistó Jerusalén, fue
más misericordioso con los cristianos de lo que habían sido los
cristianos con los sarracenos cuando habían conquistado Jerusalén.
Todas cosas exactas, pero en el mundo islámico hay actualmente
regímenes fundamentalistas y teocráticos que no toleran a los
cristianos y Bin Laden no fue misericordioso con Nueva York. Bactriana
fue un cruce de grandes civilizaciones, pero hoy los talibanes
destruyen con explosivos los Buda. Los franceses, por su parte,
hicieron la masacre de la Noche de san Bartolomé, pero esto no
autoriza a nadie a decir que en la actualidad son bárbaros. No
molestemos a la historia porque es un arma de doble filo. Los turcos
empalaban (y está mal) pero los bizantinos ortodoxos sacaban los ojos
a sus parientes peligrosos y los católicos quemaban a Giordano Bruno;
los piratas sarracenos hacían desastres de todos los calibres, pero
los corsarios de su majestad británica, con todos sus despachos
reales, incendiaban las colonias españolas en el Caribe; Bin Laden y
Saddam Hussein son enemigos feroces de la civilización occidental,
pero dentro de la civilización occidental hemos tenido señores que se
llamaron Hitler o Stalin. No, el problema de los parámetros no se pone
en clave histórica, sino en clave contemporánea. Ahora bien, una de
las cosas elogiables de las culturas occidentales (libres y
pluralistas, y estos son valores que nosotros consideramos
irrenunciables) es que se dieron cuenta desde hace ya tiempo que la
misma persona puede ser llevada a manejar parámetros distintos, y
mutuamente contradictorios, sobre cuestiones diferentes. Por ejemplo,
se considera un bien la prolongación de la vida y un mal la
contaminación atmosférica, pero advertimos perfectamente que, quizá,
para tener los grandes laboratorios donde se estudia la prolongación
de la vida, haya que tener un sistema de comunicaciones y de
abastecimiento energético que, por su lado, produce contaminación. La
cultura occidental ha desarrollado las capacidades para poner
libremente al descubierto sus propias contradicciones. Es posible que
no las resuelva, pero sabe que existen, y lo dice. En última
instancia, todo el debate sobre "globalización sí-globalización no"
está allí: ¿cómo hacer que resulte soportable una cuota de
globalización positiva evitando los riesgos y las injusticias, cómo se
puede alargar la vida también a los millones de africanos que mueren
de Sida (y al mismo tiempo alargar la nuestra) sin aceptar una
economía planetaria que hace morir de hambre a los enfermos de Sida y
nos hace engullir alimentos contaminados a nosotros? Pero justamente
esa crítica de los parámetros, que Occidente persigue y alienta, nos
hace comprender lo delicada que es la cuestión de los parámetros. ¿Es
justo y civilizado proteger el secreto bancario? Muchísimos consideran
que sí. Pero ¿y si ese secreto permite que los terroristas tengan su
dinero en la City de Londres? Entonces, ¿la defensa de la llamada
privacy es un valor positivo o dudoso? Nosotros ponemos continuamente
en discusión nuestros parámetros. El mundo occidental lo hace a tal
punto que permite a sus propios ciudadanos no aceptar como positivo el
parámetro del desarrollo tecnológico y hacerse budistas o irse a vivir
a comunidades donde no se usan los neumáticos, ni siquiera para los
carros con caballos.

El problema que la antropología cultural no resolvió es qué hacer
cuando el integrante de una cultura, cuyos principios aprendimos
quizás a respetar, viene a vivir a nuestra casa. En realidad, la mayor
parte de las reacciones racistas en Occidente no se deben al hecho de
que los animistas vivan en Malí (basta con que se queden en su tierra,
dice de hecho la Liga), sino que los animistas vengan a vivir con
nosotros. Y vaya y pase con los animistas o con quienes quieren rezar
en dirección a la Meca, pero ¿y si quieren llevar chador, si quieren
infibular a sus muchachas, si (como sucede en algunas sectas
occidentales) niegan las transfusiones de sangre a sus niños enfermos,
si el último comedor de hombres de Nueva Guinea (admitiendo que
todavía exista alguno) quiere emigrar a nuestro país y asarse a un
jovencito por lo menos cada domingo? Sobre el comedor de hombres
estamos todos de acuerdo, va a la cárcel (pero sobre todo porque no
son mil millones), sobre las chicas que van a la escuela con chador,
no veo por qué hacer una tragedia si eso les gusta, sobre la
infibulación, en cambio, el debate está abierto pero, ¿qué hacemos,
por ejemplo, con el pedido de que las mujeres musulmanas puedan ser
fotografiadas en el pasaporte con velo? Tenemos leyes, iguales para
todos, que establecen criterios de identificación para los ciudadanos
y no creo que se puedan dejar de lado. Yo cuando visité una mezquita
me quité los zapatos, porque respetaba las leyes y las usanzas del
país anfitrión. ¿Qué hacemos con la foto velada? Creo que en estos
casos se puede negociar. En el fondo, las fotos de los pasaportes son
siempre poco fidedignas y sirven para lo que sirven, están
estudiándose tarjetas magnéticas que reaccionan con la huella del
pulgar, el que quiera ese tratamiento privilegiado que pague el
eventual sobreprecio. Y si esas mujeres luego asisten a nuestras
escuelas, también podrían llegar a conocer derechos que no creían
tener, así como muchos occidentales fueron a las escuelas coránicas y
decidieron libremente hacerse musulmanes. Reflexionar sobre nuestros
parámetros significa también decidir que estamos dispuestos a tolerar
todo, pero que ciertas cosas son para nosotros intolerables.

Occidente dedicó fondos y energías a estudiar los usos y costumbres de
los Otros, pero nadie permitió verdaderamente a los Otros que
estudiaran usos y costumbres de Occidente, salvo en las escuelas
mantenidas en el exterior por los blancos o permitiendo a los Otros
más ricos que fueran a estudiar a Oxford o París —y después se ve lo
que pasa, estudian en Occidente y vuelven a su patria para organizar
movimientos fundamentalistas, porque se sienten ligados a sus
compatriotas que no pueden realizar esos estudios. Antiguos viajeros
árabes y chinos habían estudiado algo de los países donde se pone el
sol, pero son cosas de las que sabemos bastante poco. ¿Cuántos
antropólogos africanos o chinos vinieron a estudiar Occidente para
contárselo a sus conciudadanos, pero también a nosotros, me refiero a
contarlo como nos ven ellos? Existe desde hace unos años una
organización internacional llamada Transcultura que propicia una
"antropología alternativa". Llevó a estudiosos africanos que nunca
habían estado en Occidente a describir el interior francés y la
sociedad de Bolonia, y les aseguro que cuando nosotros los europeos
leímos que dos de las observaciones más sorprendentes se referían al
hecho de que los europeos sacan a pasear a sus perros y que se
desnudan a la orilla del mar, bueno, la mirada recíproca comenzó a
funcionar de ambas partes, y surgieron discusiones interesantes. En
este momento, con miras a un congreso final que se desarrollará en
Bruselas en noviembre, tres chinos, un filósofo, un antropólogo y un
artista, están completando el viaje de Marco Polo al revés, sólo que
en vez de limitarse a escribir su Millón, graban y filman. Al final,
no sé qué podrán aclararles sus observaciones a los chinos, pero sé
qué podrán aclararnos a nosotros. Imagínense que se invite a
fundamentalistas musulmanes a realizar estudios sobre el
fundamentalismo cristiano. Bueno, yo creo que el estudio antropológico
del fundamentalismo de otro puede servir para comprender mejor la
naturaleza del propio. Que vengan a estudiar nuestro concepto de
guerra santa y quizá verían con ojo más crítico la idea de guerra
santa en su casa. En el fondo, los occidentales hemos reflexionado
acerca de los límites de nuestro modo de pensar describiendo
justamente la pensée sauvage.

Uno de los valores de los cuales habla mucho la civilización
occidental es la aceptación de las diferencias. Teóricamente estamos
todos de acuerdo, es politically correct decir en público de alguien
que es gay, pero después en casa decimos que es un marica. ¿Cómo se
hace para enseñar la aceptación de la diferencia? La Académie
Universelle des Cultures puso on line un sitio donde se están
elaborando materiales sobre temas diversos (color, religión, usos y
costumbres, etcétera) para los educadores de cualquier país que
quieran enseñar a sus alumnos cómo aceptar a los que son distintos de
ellos. En primer lugar, se decidió no decir mentiras a los chicos,
afirmando que todos somos iguales. Los niños se dan cuenta
perfectamente de que algunos vecinos de casa o compañeros de colegio
no son iguales a ellos, tienen una piel de distinto color, los ojos
con forma almendrada, el pelo más abundante o más lacio, comen cosas
extrañas, no toman la primera comunión. Tampoco basta decirles que
todos son hijos de Dios, porque también los animales son hijos de Dios
y, sin embargo, los chicos nunca vieron una cabra en la cátedra
enseñándoles gramática. Por lo tanto, es necesario decir a los chicos
que los seres humanos son muy distintos entre sí, y explicar bien en
qué son distintos, para luego mostrar que esas diversidades pueden ser
una fuente de riqueza. El maestro de una ciudad italiana debería
ayudar a sus chicos italianos a comprender por qué otros niños le
rezan a una divinidad distinta, o tocan una música que no se parece en
nada al rock. Naturalmente, lo mismo debe hacer un educador chino con
niños chinos que viven junto a una comunidad cristiana. El paso
siguiente consistirá en mostrar que hay algo en común entre su música
y la nuestra, y que también su Dios recomienda algunas cosas buenas.
Posible objeción: nosotros lo haremos en Florencia, ¿pero lo harán
después también en Kabul? Bueno, esa objeción es lo más alejado que
puede haber de los valores de la civilización occidental. Nosotros
somos una civilización pluralista porque permitimos que en nuestra
casa se construyan mezquitas y no podemos renunciar a ello sólo porque
en Kabul manden a prisión a los propagandistas cristianos. Si lo
hiciéramos seríamos talibanes nosotros también.(...)

Ahora bien, dejando de lado que hay una derecha y que hay un
catolicismo integrista decididamente tercermundista, filo-árabe,
etcétera, no se tiene en cuenta un fenómeno histórico que está ante
los ojos de todos. La defensa de los valores de la ciencia, el
desarrollo tecnológico y la cultura occidental moderna, en general,
siempre fueron una característica de las alas laicas y progresistas.
No solamente eso, todos los regímenes comunistas evocaron una
ideología del progreso tecnológico y científico. El Manifiesto de 1848
se inicia con un elogio imparcial de la expansión burguesa; Marx no
dice que hay que dar media vuelta y pasar al modo de producción
asiático, dice solamente que de esos valores y esos éxitos deben
apoderarse los proletarios. A la inversa, siempre ha existido el
pensamiento reaccionario (en el sentido más noble del término), al
menos empezando por el rechazo de la revolución francesa, que se opuso
a la ideología laica del progreso afirmando que hay que volver a los
valores de la Tradición. Sólo algunos grupos neo-nazis se remiten a
una idea mítica de Occidente y estarían dispuestos a degollar a todos
los musulmanes en Stonehenge. Los más serios entre los pensadores de
la Tradición siempre se han remitido, más allá de los ritos y mitos de
los pueblos primitivos, o la lección budista, precisamente al Islam,
como fuente todavía actual de espiritualidad alternativa. Siempre
estuvieron allí para recordarnos que no somos superiores, sino que más
bien la ideología del progreso nos desecó, y que debemos ir a buscar
la verdad entre los místicos Sufis o los derviches danzantes. Y esas
cosas no las digo yo, siempre las dijeron ellos. Basta con ir a una
librería y buscar en los estantes indicados. En este sentido, en la
derecha se está abriendo ahora una curiosa grieta. Pero tal vez sea
sólo un signo de que en los momentos de gran desconcierto (y
ciertamente estamos viviendo uno) nadie sabe dónde está. Claro que es
justamente en los momentos de desconcierto cuando hay que saber usar
el arma del análisis y la crítica, de nuestras supersticiones tanto
como de las del otro. Espero que de estas cosas se hable en las
escuelas, y no sólo en las conferencias de prensa.


(c) La Repubblica y Clarín, 2001. Traducción de Cristina Sardoy.